Monday 17 October 2011

Из России с любовью (III): Burrocracia soviética

Cuando desperté, Dima estaba al ordenador leyendo su correo electrónico. Estaba bien entrada la mañana y mi amigo me dijo que tenía que ir a partir de las 14 a la Embajada de Alemania para recoger su visado, pues planeaba viajar a Berlín en abril, y me preguntó si no me importaba acompañarle o si prefería hacer otra cosa por mi cuenta. Puesto que se trataba simplemente de pasar a recoger el pasaporte pensé que mejor sería ir con él. El boletín matinal, sin embargo, no acabó ahí: Dima me recordó que todavía tenía que registrarme oficialmente como inmigrante-turista en Rusia, y que sería mejor hacerlo sin falta aquella misma mañana si no quería tener problemas. Ay, ingenuo de mí, yo que creía que con todo el tinglado del visado y con la tarjeta de inmigración que me habían sellado en la aduana tenía más que suficiente... El día se presentaba cargadito, así que me duché y vestí rápidamente y nos pusimos en camino. Dima dijo que lo mejor sería coger la marshrutka hasta la estación Cherkizovskaya, en la línea roja, para evitarnos transbordos.

Avanzamos unos metros al salir del portal soviet kitsch y nos detuvimos en un punto de la calle en el hacían cola 4 personas. Al principio me pregunté por qué clase de ciencia infusa sabía la gente que ahí había una parada de autobús, porque no había ninguna marquesina ni poste informativo; todo lo que había era una señal azul con el un logotipo que parecía más una furgoneta que un bus. No habían pasado ni 3 minutos cuando frente a la cola se detuvo una especie de furgón muy sucio en cuyo parabrisas colgaba un cartel con un número. Me quedé de piedra y media cuando Dima me hizo un gesto para que subiéramos. Al entrar y ver el interior del vehículo, me dio por pensar que si los autobuses fueran anfibios éste todavía estaría en una fase muy primitiva de renacuajo: había un par de barras verticales para que la gente se agarrase, algunos asientos colocados de forma bastante arbitraria (bastante cómodos, eso sí) y un diagrama muy básico de la ruta pegado a la ventanilla. Los viajeros subían, cogían sitio y luego pasaban los 25 rublos que costaba el billete (unos 60 céntimos) hacia adelante hasta que llegaran al conductor. Me avergoncé ligeramente de mí mismo cuando me sorprendí pensando con cierta culpabilidad lo fácil que resultaría colarse de gorra con ese sistema, y pensé con amargura en que si estuviera en un grupo de españoles, seguramente caería en la tentación de no pagar. Cuando el "autobús" se puso en marcha no pude evitar transmitirle mi sorpresa a Dima, que me explicó que el vehículo era una marshrutka, un tipo de transporte público muy habitual en los países de la antigua CCCP, un poco basado en la línea comunista de los taxis compartidos. Lógicamente también había un sistema de autobús "normal" en Moscú, pero por lo general resultaba mucho más lento y llegaba a menos sitios que la marshrutka. Me pregunté en silencio si la supuesta rapidez de la marshrutka esa compensaría la cantidad de botes y tumbos que daba el puñetero furgón o si simplemente habíamos tenido mala suerte con ese conductor en concreto.



Tras un corto trayecto en la marshrutka tomamos la linea roja del metro y llegamos a Prospekt Vernadskogo, donde otro autobús en fase renacuajo nos acercó hasta la Embajada alemana. Aquél corto trayecto en furgobús sucio me confirmó mis sospechas: en Moscú era normal conducir como si no hubiera un mañana. Tampoco ayudaba el hecho de que las calles, muchas de ellas posiblemente pavimentadas hacía relativamente poco, estuvieran llenas de bache y de placas de hielo.

Después de muchos tumbos e improperios en ruso ininteligible que el conductor de la marshrutka gritaba a todos los demás conductores llegamos a la Embajada alemana. ¿Había dicho que se trataba "simplemente" de recoger el pasaporte? Permitidme omitir el "simplemente": la cola que había delante de la ventanilla de la sección consular podría hacer pensar alguien estaba regalando diamantes detrás del cristal blindado. Pero además había un procedimiento totalmente sencillo y claro para dar el turno: cada persona que llegaba a la cola recibía un numerito de color rojo, azul, verde o amarillo, y el oficial de la ventanilla llamaba números y colores de manera completamente lógica y esperable; es decir, cómo le salía de las santas vergüenzas. Visto el panorama y que con el frío que hacía me apetecía de todo salvo guardar una cola flanqueada por policías rusos con cara de mala balalaika, le dije a Dima que si no le importaba me iría a dar una vuelta y volvería en un cuarto de hora. Según me alejaba con una sonrisa irónica no podía pensar en otra cosa que no fueran los papelitos celeste o rosa del sketch de Antonio Gasalla (no os lo perdáis e imaginaros esto mismo pero en ruso y en la calle, rodeados de nieve):


Hacía tanto frío que no tardé en meterme a curiosear en el primer universam que encontré. Un universam viene a ser lo mismo que un supermercado, o al menos así era en Rusia hasta que tras la perestroika les dio por importar la palabra supermarket al mismo tiempo que las grandes cadenas de hipermercados, de modo que los universam son ahora más bien tiendas de ultramarinos o supermercados de barrio. Como si de alguna suerte de tonto pseudo-exotismo se tratara, me hacía bastante ilusión observar los productos típicos rusos, las etiquetas en cirílico, cómo el diseño gráfico de las marcas difería de aquellas a las que estamos acostumbrados, ver la lista de ingredientes de un paquete de galletas cualquiera y pensar que, si nosotros aprendimos de niños nuestras primeras palabras en francés, portugués o italiano leyendo esos paquetes, los rusos pueden aprender sus primeras palabras en kazajo, georgiano, armenio o azerí... Para rematar ese momento soviet kitsch, en el universam tenían puesta en el hilo musical a Alla Pugacheva, la gran diva de la música rusa, una especie de Rocío Jurado a la soviética que ocupa uno de los primeros puestos en mi lista de placeres culpables musicales. Puesto que ir a un supermercado de barrio exclusivamente para hacer turismo me parecía cuanto menos bochornoso, decidí comprarme una barrita de cereales y un litro de zumo para los desayunos en casa de Dima. Una barrita de cereales. A veces me sorprendo de mi propia originalidad...

Cuando volví a la Embajada le había tocado el turno a Dima y no pasó mucho tiempo hasta que se reunió conmigo, con el visado por fin en sus manos, feliz ante la idea de tener la autorización oficial para poder salir del país. Él había quedado con un amigo suyo en el centro, así que cogimos otra marshrutka hasta la estación de metro más próxima. Entre bote y bote dentro de aquél infernal furgobús miré con curiosidad el visado alemán de Dima. El lugar de nacimiento rezaba "Baku (Azerbaiyán)". No me terminaba de hacer a la idea de que Dima hubiera nacido allí. Por fin bajamos de la marshrutka y cogimos la linea roja de metro hasta la estación Lubyanka, sacudida un año antes por un atentado terrorista, en la plaza donde se encontraba la sede moscovita de la KGB. 


Atravesamos Lubyanka y callejeamos un poco hasta llegar al café Propaganda, uno de los pocos lugares abiertamente declarados gay-friendly en Moscú y definitivamente una cafetería muy apacible, con verandas de hierro forjado de estilo art nouveau y unas llamativas vidrieras. Mientras esperábamos a que trajeran el pedido (ensalada de fruta con yogur y miel), Dima sacó el iPhone y comenzó a trastear con cierta aplicación. Dividido entre mi curiosidad y la extrañeza que por aquél entonces me provocaban todavía las aplicaciones para smartphones (puesto que el único móvil alemán que me había podido permitir no habría desentonado en la Edad de Piedra), lancé más de una mirada furtiva y cotilla hacia el iPhone que a Dima no se le escaparon. Con media sonrisa entre divertida y cínica me explicó que esa aplicación detectaba otros gays con smartphone alrededor y los mostraba en la pantalla. Me dijo que Kostya, el chico al que esperábamos, ya aparecía en la pantalla, de modo que estaría cerca ya. Yo por mi parte me quedé helado: el famoso gaydar, que yo creía cierta facultad intuitiva a lo sexto sentido, resultaba ser una aplicación para smartphone. Se me dibujó una triste sonrisa entre fascinada y cínica. Me fastidiaba todo ese afán tecnológico por meter microchips hasta en la sexualidad, y por otra parte me llevaban los demonios por no tener un gaydar en mi teléfono, que sin duda abriría muchas puertas a los tonteos más inesperados (y a la vez prefabricados). 

Tal y como anticipaba el dichoso Grindr, no tardó en llegar Kostya. Unos centímetros más bajo que yo, era rubio, con los ojos de un azul clarísimo y bastante musculado. Guapísimo. Pasamos un rato agradable hablando de viajes (Kostya quería viajar pronto a Bruselas, donde yo había estado de Erasmus, y pude aconsejarle un par de sitios interesantes) y sobre la cantidad de trámites inútiles que hay que hacer para entrar y salir de Rusia. Y precisamente a mí me quedaba todavía uno por hacer. Cuando Kostya se marchó, Dima y yo nos dirigimos a la oficina de correos en Nikol'skaya ulitsa para registrarme en Moscú. 

En la oficina había varias ventanillas para diferentes propósitos. En la ventanilla de inmigración atendía una señora oronda e inmensa, de mediana edad, con cara de no haberse abierto de piernas por lo menos desde la perestroika. Dima se hizo cargo de la situación y yo me dediqué a curiosear distraidamente los expositores con sellos, las listas de prefijos de los diferentes okrugs de Rusia y esa clase de cosas pequeñas sin mayor importancia que me gusta observar en mis viajes. Sin embargo, no tardaron en captar mi atención unos amenazantes gritos en ruso incomprensible que venían del mostrador de inmigración; me volví y vi a la mujer de la ventanilla chillándole furibunda a Dima cosas que yo no alcanzaba a entender. Todo lo que llegué a captar fue que aquella cosa enorme y sebosa de detrás del mostrador graznaba una y otra vez"Ne sdelayu! Ne budu! Ne uspeete!" (¡No lo haré! ¡No lo haré! ¡No le dará tiempo!), agitaba los papeles con rabia y golpeaba la mesa con un puño del tamaño de mi cabeza en los momentos de cabreo intenso. Acojone instantáneo. Lo único que estaba más claro que las aguas del Baikal es que esa colérica elefanta esteparia no estaba por la labor de facilitarnos los trámites. No sabía si acercarme más, intentar preguntar de qué iba la cosa o simplemente callar e intentar confundirme con la pared. Dima guardaba la calma y seguía intentando que la funcionaria le diera los papeles, pero por mi cabeza habían empezado a desfilar las más absurdas y paranoicas teorías: que se me había pasado el plazo para registrarme y que esa bola de sebo soviético iba a llamar a la policía para que me deportaran, que habría que sobornarla con caviar de Beluga y mucha nata agria para que se calmara, o que ni siquiera llamaría a la policía, que ella misma me mandaría a un gulag siberiano de un mamporro... Finalmente vi con cierto alivio cómo Dima se alejaba del mostrador, afortunadamente ileso, se sentaba en una mesa y empezaba a rellenar unos formularios. Me pareció un buen momento para acercarme a él y preguntarle si todo estaba en orden. Él me tranquilizó y me dijo que había un pequeño problema con la invitación que me hizo para el visado, pero que la mujer gritaba así sencillamente porque no quería trabajar más, que se acercaba la hora de cierre y ella decía que no estaba dispuesta a esperar a que termináramos de rellenar los papeles. Me aconsejó que me fuera a dar un paseo mientras terminaba de solucionar el asunto, después de garantizarme de nuevo que no pasaba nada grave. Yo no las tenía todas conmigo, pero me pareció lo más sensato poner tierra de por medio entre mi cuello y esa funcionaria con disfunción sexual de larga duración. 

Nikol'skaya ulitsa salía directamente a la Plaza Roja, y como hasta entonces sólo la había visto de noche, me pareció una buena idea acercarme a admirarla bajo las luces del atardecer, si bien hacía una ventolera de aúpa que por un instante me hizo considerar la opción de volver a la oficina de correos con la funcionaria histérica... No, no, quita, mejor a la Plaza Roja, con viento o sin él. Apenas unos pasos y una vez más apareció ante mis ojos la impactante vista de la Catedral de San Basilio y las murallas del Kremlin. Me llamó la atención ver la plaza totalmente vacía de turistas o transeuntes; al acercarme más vi que el acceso a ella estaba vallado y algunos policías vigilaban con cara de hastío. Decidido a practicar algo de ruso espontáneo, me acerqué a uno de ellos y le pregunté la razón del cierre. No me enteré de gran cosa, pero deduje que alguien importante tenía que pasar por ahí en breves momentos, posiblemente algún pez gordo que saliera de los palacios gubernamentales del Kremlin. Aproveché para sacar algunas fotografías de la plaza vacía y de la impresionante Catedral proyectada contra un cielo que empezaba a mostrar los cálidos colores del atardecer, que se combinaban a la perfección con el cromatismo de la iglesia. Pero el viento gélido no tardó en hacerse insoportable, de modo que me pareció buena idea aprovechar para visitar la caprichosa Catedral de Kazan', que hacía esquina con Nikol'skaya ulitsa. 

En el interior, la Catedral resultaba cálida y acogedora, lo cual tampoco hubiera sido muy difícil, dado el agreste viento que soplaba sin descanso en la Plaza Roja. La luz de las incontables velas se reflejaba con tibieza en los grabados ocres de las paredes y titilaba rítmicamente en los caracteres cirílicos dorados de las glosas que salpicaban los muros. Algunos fieles, sobre todo mujeres mayores, se santiguaban según el ritual ortodoxo, repetidas veces y primero en el hombro derecho, con un rictus inexpresivo pero movimientos nerviosos y devotos. Había algo en esas personas que me inquietaba a la vez que me conmovía. Recordaba irremediablemente la Catedral Ortodoxa de Belgrado, con los feligreses arrodillados en actitud de sumisa atención mientras sonaba música de ultratumba. Y a la vez, parecía como si aquellas personas se refugiaran en su fé como única vía de escape a las duras condiciones de una nación aún alejada de muchas libertades a las que nosotros estamos tan acostumbrados, y no pude evitar sentir una pena que ni yo mismo alcanzaba a comprender por aquellas mujeres, ajadas de arrugas, envueltas en sus pañuelos seguramente bordados a mano. Al salir a la Plaza Roja, todavía pensativo, reparé en una mendiga que pedía a la puerta de la Catedral. Sentí como si aquella mujer personificara las miserias que se acababan de arremolinar en mi mente al ver el fervor de la fé ortodoxa. Le puse una moneda de 10 rublos en su mano cubierta por un mitón negro deshilachado y volví a la oficina de correos. 

Según entré me dio la bienvenida una mirada asesina de la funcionaria oronda. Pasé de largo no sin cierto miedo y me dirigí hacia Dima, que examinaba los papeles en una mesa. Sin darme más explicaciones me dijo que lo mejor sería ir a otra oficina que abriera hasta más tarde para evitar problemas con burócratas histéricos, de modo que nos pusimos en marcha hacia la oficina de Tverskaya ulitsa. Pero algo se interponía entre nosotros y la oficina de Tverskaya: el más grande y opulento centro comercial de Moscú y de Rusia, una suerte de Harrods, Galerie LaFayette o KaDeWe a la soviética, que se erigía exultante en el lado oeste de la Plaza Roja. Era el ГУМ, Государственный универсальный магазин (Gosudarstvenniy universal'niy magazin o GUM), el Centro Comercial Estatal de Rusia. La idea de visitarlo ganó por goleada a las prisas por acabar los trámites burocráticos, y de pronto nos encontrábamos paseando por aquellas engalanadas galerías distribuídas en tres pisos, salpicadas de rincones ocultos, fuentes, puestos de golosinas, arcos de flores y las tiendas y marcas más chic del país, incluídas, como no, muchas exportadas del extranjero. Como siempre que entro en un establecimiento caro me invadió esa sensación tan incómoda de vivir la vida detrás de un cristal a través del cual puedes ver todo lo que hay, pero que si intentas extender la mano para cogerlo te encuentras con el frío vidrio. Si aprietas mucho te puedes romper las uñas, de modo que en esta ocasión me conformé con dejar las manos quietas y limitarme a admirar esa arquitectura tan soviética que albergaba un universo tan capitalista, un universo que unos años antes hubiera sido impensable.



Al pasar al lado de un segurata me imaginé a la milicia rusa persiguiéndome por una calle sucia de Moscú por no tener el registro como turista y me entró la paranoia, de modo que Dima y yo nos dirigimos a la oficina de correos de Tverskaya ulitsa. Dima volvió a hacerse cargo de la situación e intercambió algunas palabras con la funcionaria de turno, sólo para volverse hacia mí con cara de pocos amigos. Con un suspiro de resignación me contó que el dichoso registro en Moscú me lo tendría que hacer un ciudadano ruso residente y nacido en Moscú, lo cual le descartaba a él, que había sido inscrito en Belgorod a poco de nacer. Había llamado a un amigo suyo para que se encargara de firmar los papeles, y debíamos encontrarnos con él en otra oficina de correos cerca de Chistie prudy. La verdad, yo no sabía donde meterme. Me sentía fatal por hacer a Dima dar tantas vueltas y encima tener que involucrar a una tercera persona que no me conocía de nada. Curiosamente, Dima parecía tener una actitud muy relajada, resignada, al respecto, como si los trámites burocráticos eternos e incómodos fueran el pan de cada día para los rusos, probablemente en muchos más aspectos que una simple visita turística. 

En la estación de Chistie prudy esperaba Igor, el amigo moscovita de Dima que por azares del destino y de la burrocracia iba a darme la llave para poder estar en Moscú sin miedo a tener que sobornar a un policía si le diera por pedirme la identificación. Al salir a la superficie tuve otro de mis momentos de turista de bofetón: en un enorme cartel publicitario frente a la estación de metro aparecía brillante, flamboyante y estrambótica Verka Serduchka, y yo no había podido reprimir un grito de emoción (y por supuesto mi cámara de fotos pareció saltar en mi mano, bajo la mirada de exasperación del pobre Dima). Pasamos de Verka y llegamos a la oficina de correos, que estaba en plena efervescencia aunque hacía rato que había oscurecido y se acercaban las nueve de la noche. Ni por esas nos libramos de guardar cola y rellenar tres o cuatro copias de formularios interminables que Dima e Igor fueron lo suficientemente pacientes como para traducirme sobre la marcha. Por fin, tras tres burrocráticos cuartos de hora, la hostil funcionaria de detrás de la ventanilla me alargó un papelucho que tendría que guardar como oro en paño hasta mi regreso a Berlín. Era el momento de olvidarse por fin de trámites, esperas y burócratas orondas y antipáticas, y qué mejor manera que una buena cena en otro de los bares gay-friendly de Moscú, el Filial. Con el estómago lleno y después de rematar con sendos chupitos soviet kitsch de vodka, la anécdota de la funcionaria agresiva de Nikol'skaya ulitsa parecía hasta tener su gracia, lo cual no impediría a Dima ponerle una denuncia formal en la página web del servicio ruso de correos al día siguiente. Había pensado en pagar la cena como agradecimiento a la paciencia con la que habían resuelto mis follones burocráticos, pero cuando llegó la cuenta Igor fue el más rápido y no admitió discusiones. ¿Quién dijo que los rusos eran agarrados, fríos y austeros? Bueno, quizá los funcionarios de correos. 

P.S. Cosas de la vida, meses después de mi periplo por Moscú, en la biblioteca donde escribo estas líneas acabo de abrir el Grindr en mi propio y deslumbrante smartphone nuevo. Al menos en Salamanca, su utilidad brilla por su ausencia: en la pantalla aparecen siempre las mismas caras.