Tuesday 1 November 2011

Из России с любовью (IV): Si King Kong jugase con cubitos...

Aquél viernes se despertó soleado y capitalista: después del empacho de burrocracia post-comunista del día anterior, la perspectiva de visitar el símbolo del Moscú del siglo XXI no parecía tan aterradora; a fin de cuentas, siempre podría ponerme cínico cuando llegáramos allí. Cinismos aparte, el Centro Internacional de Negocios de Moscú (Московский Международный Деловой Центр), también conocido como Moscow-City, es uno de los must-see de la capital rusa hoy día, mal que me pese, y en todo caso no me hubiera querido ir de Moscú sin verlo, de modo que Dima y yo cogimos el metro y nos dirigimos hacia, cómo no, el oeste de la ciudad, donde se emplaza este conjunto pantagruélico e histriónico de edificios contemporáneos.

Después de un trayecto que incluyó dos transbordos e infinidad de miradas reprobatorias por parte de los estirados y grises usuarios del metro, que parecían encontrar mis pitillos color lavanda demasiado poco ortodoxos, llegamos a la estación Vystavochnaya, que muy poco tenía que ver con la sobrecogedora estética soviética y megalómana de las estaciones principales del centro de la ciudad. Se trataba de una estación moderna, funcional, de líneas elegantes y asépticas, que no hubiera desentonado en cualquier ciudad europea de tamaño medio. Sentí como si aquél tren nos hubiera sacado de Moscú y nos hubiera llevado a una ciudad completamente distinta, alejada del pasado soviético. Pese a la limpieza y la amplitud de aquella estación no pude evitar una inexplicable incomodidad, que se acentuó cuando salimos a la superficie y nos deslumbró la luz del sol de invierno reflejada sobre aquellos impresionantes rascacielos de cristal que conforman la Moscow-City, que se erigen altaneros en un meandro del río Moskva y se reflejan, vanidosos, en sus aguas.

Cruzamos el puente Bagration hacia el otro lado del río Moskva, para poder observar mejor aquellas moles de cristal. La estética del puente seguía las líneas limpias, modernistas y asépticas de los rascacielos y de la estación del complejo. Mientras observaba el reflejo del sol en el río, en las ventanas de los edificios y en el propio vidrio que cubría los lados del puente, crecía en mí la sensación de no estar en Moscú; podría fácilmente estar en un distrito financiero de Boston, de Nueva York o de Seattle.

Con todo, cuando Dima y yo llegamos al otro lado del río, desde donde se divisan con todo su esplendor capitalista los edificios de la Moscow-City, no pude dejar de admirar aquellos monstruos vanidosos de acero y cristal. De algunos sólo se veía el esqueleto de hierro y andamios, pero la mayoría ya estaban acabados, quizá alguno ya estuviera en funcionamiento. Captaron especialmente mi atención los dos más altos, dos torres resplandecientes que parecían prismas apilados, como si King Kong hubiera visitado Moscú y en vez de coger a una chica le hubiera dado por jugar con cubitos de construcción como los de los niños, pero a su propia escala. Sin embargo, pasada la primera impresión, aquellos rascacielos parecían resplandecer mucho menos; como una nube negra, me volvió a invadir ese sentimiento que me acompañaba como una sombra por las calles de Moscú, como si aquella enorme ciudad llena de una historia propia de la que el Kremlin era buque insignia quisiera sepultar ese pasado en el olvido y vender su identidad al ideal capitalista contra el que habían luchado durante tantos años. En mi cabeza apareció de pronto el bloque de apartamentos donde vivía Dima, uno de tantos bloques que forman las ciudades ex-comunistas, antiguos, ajados, agrietados, algunos casi en ruinas. Y mientras la mayor parte de la población de la ciudad vivía en aquellos edificios que luchaban contra el paso del tiempo, en aquél meandro del río crecía, a golpe de talonario, aquella City de brillo hipócrita que perdía cada vez más resplandor ante mis ojos según se arremolinaban en mi cabeza todos estos pensamientos.


Aunque quizá aquellos gigantescos edificios habían dejado de resplandecer porque el cielo se había ido cubriendo de nubes y un caprichoso viento gélido empezaba a soplar. Tras esa breve visita a la faceta más capitalista de la Moscú "del siglo XXI" volví a tener un mono tremendo de soviet kitsch, y en todo caso el vientecillo que se acababa de levantar animaba a ponerse a caminar, de modo que Dima y yo tomamos rumbo hacia el cercano Парк Победы, el Parque de la Victoria.

El viento soplaba cada vez más fuerte mientras cruzábamos el tercero de los anillos concéntricos que circunvalan Moscú de dentro a fuera y atravesábamos Kutuzovskiy Prospekt, una avenida flanqueada por enormes edificios de apartamentos soviéticos, ajados y agrietados, oscurecidos y algo siniestros. Ante nuestros ojos, en una isleta de la ancha avenida, apareció el Arco de Triunfo construído para conmemorar la victoria sobre Napoleón. Y a través de él, al final de una esplanada inmensa adornada con fuentes que se iluminan de rojo sangre por la noche, se erigía el altísimo obelisco de la llamada Colina de la Sumisión, un pirulí de exactamente 141,8 metros de altura, 10 cm por cada día que duró la Segunda Guerra Mundial. La colina recibe en ruso el nombre de Поклонная гора, de un verbo que significa "arrodillarse", pues históricamente se decía que todos los visitantes procedentes de Occidente debían rendir homenaje en este lugar. Mis simpatías hacia lo soviet kitsch tienen un límite y lo de arrodillarme me parecía excesivo, de modo que me limité a admirar el imponente obelisco desde todos sus ángulos. Junto a la base llena de loas y alabanzas a los caídos en la guerra descansaban varias coronas de flores, y culminaba el conjunto una intimidante estatua de San Jorge. Desde lo más alto contemplaba la ciudad Niké, diosa de la victoria. En la esplanada, formando un semicírculo por detrás del obelisco, el Museo Monumental de la Victoria Soviética. Y cómo no, omnipresente, silbando entre la columnata del museo, bailando su danza invernal en torno al obelisco, haciéndome tiritar como un cachorrillo, el frío del norte como guinda de este pastel de megalomanía soviética en el que yo me sentía tan minúsculo como una motita de harina. ¿No querías un antídoto soviet kitsch contra la sobredosis de capitalismo con la que empezó el día? Pues toma dos tazas.


Al otro lado de la esplanada y de la columnata semicircular se extiende el Parque de la Victoria propiamente dicho, una enorme extensión verde y arbolada, que ahora aparecía ante nuestros ojos blanca, agreste, cubierta de nieve y hielo. En otras condiciones hubiera deseado internarme en lo más profundo de los árboles y sentir por un momento que estoy en medio de ninguna parte, pero el frío penetrante me quitó las ganas. A nuestra izquierda quedaba una sinagoga de planta cuadrada que completaba las tres religiones presentes en todo el parque, ya que también había una catedral ortodoxa y una mezquita. Y en torno a la sinagoga se levantaban unas inquietantes estatuas, grises como las nubes que se cernían cada vez más densas sobre nosotros, que formaban en conjunto el memorial para las víctimas del Holocausto. Las estatuas formaban como una fila sinuosa en la que las primeras figuras representaban personas tristes y demacradas, que iban decreciendo en altura y se iban convirtiendo progresivamente en las lápidas con obituarios en diferentes idiomas (ruso, ucraniano, polaco, yiddish, lituano, letón, estoniano...) que cerraban la fila de esculturas. Dima y yo las contemplamos durante minutos, en silencio reverencial. Incluso sin la nieve y el frío ártico hubiera sido un espectáculo sobrecogedor y ligeramente espeluznante.



El frío intenso y el macabro memorial nos había dejado bajos de defensas: era el momento oportuno para tomar un buen café desgangrenante antes de volver a la zona central para comer. Dima tenía que cubrir el turno de noche en la redacción del canal de noticias para el que trabajaba pero antes quería llevarme al restaurante donde, según él, servían los mejores pirogi de Moscú. En el momento en que descendíamos los incontables escalones de la estación de metro del Parque de la Victoria, la más profunda de la ciudad, el viento arreciaba de manera amenazante y había comenzado a nevar con fuerza. Cuando, tras el trayecto en metro, salimos a la superficie en Arbatskaya, la ventolera se había convertido en una auténtica ventisca; una cortina gélida y densa de nieve, hielo y viento dejaba apenas ver unos metros por delante y el frío cortante se metía como un cuchillo hasta los huesos. Suerte que el sitio al que me guíaba Dima entre la tempestad estaba a tiro de piedra de la estación... Al calor del restaurante nos devolvió la energía un platito de ricos pirogi calentitos, y cuando salimos a la calle la ventisca había amainado considerablemente. No teníamos muchas ganas de ir muy lejos, de modo que entramos a curiosear en el Globus de Tverskaya ulitsa, la librería más importante de Rusia. Igual que el día anterior en el universam, me hacía una ilusión inexplicable ver aquellas filas de libros exclusivamente en ruso. Inmediatamente me vinieron a la cabeza muchas cosas: el cuento del Halcón Altanero que nos contaba mi madre a mi hermana y a mí cuando éramos niños, el Pradillo de los Bueyes por el que discutían hasta tirarse de los pelos Natalia Stepanovna e Ivan Vasilyevich en la obra de Chekhov, la muñequita de Vasilisa Belleza Sin Par, que libraba a su joven y hermosa dueña de la crueldad de Baba Yaga a cambio de las sobras de la comida... Lástima que no me quedaba mucho tiempo para curiosear, pues Dima debía marcharse a trabajar y yo había quedado con mi amiga Rita en la estación de Lubyanka para ir a cenar juntos. Al salir de la librería, antes de marcharse, Dima me regaló una guía de Moscú que había comprado en Globus mientras yo fantaseaba y curioseaba. Era una guía muy completa, totalmente en ruso pero, por lo que pude sacar de un primer vistazo que le eché emocionado, comprensible. Era curioso cómo Dima, que me exasperaba a veces con su frialdad y distancia, me seguía sorprendiendo con detalles como ese. Le di las gracias y él se marchó esbozando una de sus sonrisas tímidas. Me puse en marcha hacia Lubyanka hojeando distraídamente la guía. Sólo un detalle me hizo sonreír con cierta amargura: la foto de portada no era del Kremlin, la Catedral de San Basilio o el panorama de la ciudad desde el Monte de las Golondrinas, sino las dos torres de la Moscow-City que hubiera armado King Kong si jugase con cubitos.

De camino a Lubyanka atravesé la Plaza de la Revolución y Nikol'skaya ulitsa, donde recordé con medio escalofrío a la funcionaria obesa del día anterior. En la calle del bar Propaganda había otra sucursal de la librería Globus. Al verla se me ocurrió una idea genial, pero no quería llegar tarde a mi cita con Rita. Cuando llegué a Lubyanka y nos encontramos, le pregunté si querría acompañarme un momento a Globus, a lo que respondió, risueña, que por supuesto. En la librería, Rita me ayudó a buscar los libros que quería, todos ellos en ruso: una antología de teatro de Chekhov, en la que no podían faltar Los Perjuicios del Tabaco y Una Petición de Mano, el libro séptimo de Harry Potter, y otro cierto librillo que me hacía especial ilusión... Se me dibujó una gran sonrisa cuando la arisca librera que nos había atendido apareció con él y me lo alargó. Me llevaría dos ejemplares, por supuesto. Muy satisfecho, salí de la librería con Rita. Misión cumplida, pensé. Otro cantar será cómo meter los libros en la maleta...

Rita y yo fuimos a cenar a un restaurante muy in de la zona llamado ПирОГИ. Tan in que estaba abarrotado y nos tocó esperar para conseguir mesa. Cuando por fin nos sentamos frente a frente, me di cuenta de lo mucho que había echado de menos a Rita: su espontaneidad, su sonrisa amable y comprensiva, su visión tan abierta del mundo... Y también pensé en lo mucho que seguía echando de menos Heidelberg, y tanta gente a la que allí había conocido y con la que seguramente volvería a encontrarme en otros lugares del mundo. Quién me iba a decir a mí, menos de un año antes, que la próxima vez que vería a Rita sería en un restaurante chic de Moscú tomando manzanas calientes caramelizadas con miel y frutos secos. Nuestra conversación no tardó en alejarse de Heidelberg y llegar hasta Berlín, donde nos habíamos visto por última vez, y donde Rita se había enamorado casi sin quererlo de mi compañero de piso australiano, que ahora estaba saliendo con una chica algo esquizofrénica del barrio de Neukölln, para congoja de mi amiga rusa. Desde Berlín, nuestras palabras viajaron hasta el momento presente en Moscú, en el ПирОГИ, cuando le comenté a Rita de cómo Dima me parecía como un libro en cirílico arcaico, escrito en aquellos símbolos casi incomprensibles que había visto en las catedrales del Kremlin:
un libro bello por fuera, pero casi imposible de entender, críptico y reservado. Le conté a mi amiga lo difícil que me resultaba interpretar sus silencios, sus sonrisas tímidas, su frialdad por momentos y esos detalles tan suyos que sabía tener en el momento oportuno... Nada nos pareció más adecuado a Rita y a mí que curar las dudas del corazón con nuestro ritual de la sambuca, un ritual que ella me había enseñado la última vez que nos vimos, en Berlín: se toma un vaso de chupito de sambuca con dos granos de café, se flambea la sambuca con un mechero y se vuelca sobre un vaso más grande. Rápidamente hay que voltear el vaso de chupito sobre un posavasos, pillando el borde de una pajita de modo que uno de los extremos quede aprisionado entre el vaso y el posavasos. A continuación, hay que beberse de un trago la sambuca que ya no arde, masticar los granos de café e inmediatamente chupar por la pajita los vapores que quedaron del flambeado en el vaso de chupito vuelto. Если любовь беда, кричай просто "На здоровые!".        
   
Se acercaban las 12 de la noche y todavía quería acompañar a Rita hasta la estación de Komsomolskaya con tiempo suficiente para coger el último tren que me llevaría a casa de Dima. Komsomolskaya, la estación dedicada a las juventudes comunistas de la Unión Soviética era una de las joyas de la corona de la red de metro moscovita: unas inmensas columnas de mármol oscuro sostenían el techo abovedado y las múltiples pasarelas que conectaban los andenes y los pasajes con acceso a los trenes estaban engalanados hasta el último detalle. Por encima de la estación, ajena a los trenes que circulan por ella a intervalos minúsculos de tiempo, Komsomolskaya Ploshchad', una de las plazas más ajetreadas de Moscú brillaba con luz propia en la noche gélida. El concurrido ágora es también conocido como Plaza de las Tres Estaciones, pues tres de las más importantes rutas ferroviarias de Rusia llegan a su final en este lugar: al oeste, la Estación de Leningrado
(Leningradskiy Bokzal), que conecta con San Petersburgo; hacia el sureste, la Estación de Kazan' (Kazan'skiy Bokzal), que conduce a las ciudades esteparias del centro de Rusia, como Yekaterinburg o Ryazan; y hacia el este, la estación de Yaroslavl (Yaroslavskiy Bokzal), el comienzo de la línea del Transsiberiano hacia el lejano oriente ruso. Y allí, de pie en aquél punto de unión de tres rutas que atraviesan la Madre Rusia, deseé poder volver a Moscú, a esa misma Plaza de las Juventudes Comunistas, ataviado con una capa de viaje y una maleta no muy pesada para tomar un tren. ¿Hacia Yekaterinburg y la Siberia esteparia? ¿Quizá el trayecto imperial entre Moscú y San Petersburgo? ¿O tal vez tomaré el Transsiberiano sin parada hasta Mongolia? Sólo el tiempo lo dirá.

         

Me despedí de Rita y cogí el metro hasta Partizanskaya con un breve transbordo en la espléndida estación de Kurskaya. Un día más llegaba al apartamento de Dima atiborrado de pensamientos, sensaciones e imágenes. Saqué los libros que había comprado y los acómodé en la maleta: la antología de Chekhov, la versión rusa de Las Reliquias de la Muerte y los dos ejemplares de aquél librillo que me había emocionado encontrar: los cuentos rusos que me contaba mi madre en versión original, con las exquisitas ilustraciones de Ivan Bilibin. Coloqué con sumo cuidado una de las copias en mi maleta, entre dos jerseys; la otra la dejé a mano, para poder regalársela a Dima justo antes de marcharme de Moscú.