Monday 28 October 2013

Из России с любовью (VI): Devoción



Estaba ya bien entrada la mañana del domingo cuando abrí torpemente mis legañosos ojos y me deslumbró la luz del sol de invierno que entraba a raudales a través de las polvorientas cortinas del apartamento. Durante algunos instantes confusos creí que esa sensación de malestar que me me envolvía de forma acaparadora se debía a la resaca del día anterior. Al mirar el reloj, me di cuenta que lo que me incomodaba era seguir en la cama a la 1 del mediodía en vez de estar fuera, aprovechando mi penúltimo día en Moscú. A mi lado, Dima tenía los ojos abiertos, se diría que llevaba un buen rato despierto. Entre la nebulosa de aquella ligera resaca mezclada con el cansancio de la noche anterior se abrió camino lentamente el vago recuerdo de mi furtivamente accidental incursión en el cuarto oscuro, y volví a sentir la misma sensación incómoda que había estado flotando sobre mí toda la noche como un mantra. Y, sin embargo, no acertaba a entender la causa real de mi malestar. ¿Tenía tanto que ver con la noche anterior? ¿Se trataba de la mezcla incoherente y absurda de cinismo, superficialidad e instinto animal que se materializa dolorosamente en los bares de ambiente y de la cual yo parecía haber entrado a formar parte en el Central Station? ¿Quizá era esa mezcla de rabia y resignación que me producía esa distancia no física que me separaba de Dima, a pesar de encontrarnos a escasos centímetros uno del otro?

Quizá con cierto fundamento, quizá por pura paranoia, aquella mañana esa distancia no física me pareció más evidente que nunca en la mirada de Dima cuando me preguntó, mientras desayunábamos, qué quería hacer ese día. Su tono de voz era tranquilo, como siempre, pero dejaba entrever un cierto deje de desafío y de advertencia. Cada trago de té negro que tomaba de mi taza ajada y vieja parecía despertar en mi cabeza las imágenes vagas de la noche anterior, en la que al llegar a casa a las tantas Dima y yo habíamos compartido un momento de pasión descafeinada, más alimentada por el alcohol que por puro deseo, casi como un ritual de rigor tras una noche de fiesta. Sólo entonces comprendí que ambos lo lamentábamos. Cada día parecía costarme más aceptar que Dima empezaba a verme como un amigo y que, tanto por distancia como por compatibilidad, lo nuestro nunca pasaría de ahí. La mirada acusadora del moscovita no dejaba lugar a dudas: me culpaba por desear más, por desencadenar los acontecimientos en mi papel de pasiva-agresiva y por no entender sus señales, para mí a veces tan ambiguas e inescrutables como las glosas en cirílico arcaico que habíamos visto en el Kremlin. Por mi parte, yo lamentaba mi incapacidad para descifrar esas señales al tiempo en que lo culpaba a él por su frialdad, pero también me culpaba a mí por haber buscado en el aséptico encuentro sexual de la noche anterior mi "redención" tras la desatada noche anterior. La neblina de nuestras zozobras viciaba el ambiente más que el humo de la tetera y de los fogones destartalados de aquella cocina soviética.

Los seres humanos somos criaturas incoherentes. Gastamos saliva, energía, y la poca creatividad que viene de serie en el 99% de nosotros en hablar de cosas irrelevantes como el tiempo o lo mal que estaba el tráfico esta mañana. O en quejarnos sin mover un dedo de lo mal que va el país y lo ineptos que son los políticos y que los bancos son el anticristo. Sin embargo, a la hora de hablar de lo que de verdad importa, a la hora de atrevernos a abrir la olla express y dejar que se escape el vapor antes de que estalle la cocina entera, nos acobardamos y callamos como lerdos. Nos ahogamos en nuestro propio silencio por cobardía. Por miedo a escuchar una respuesta que nos haga daño, por miedo a hacer daño al otro. Y aquella mañana de domingo no fue una excepción. En lugar de hablar de lo que nos pasaba por la cabeza distanciándonos cada vez más, nos cubrimos con la infame máscara de la normalidad fingida y nos dirigimos a la estación de Kropotkinskaya (arrancando por el camino las miradas reprobatorias de los moscovitas domingueros ante mis pantalones blancos) para visitar uno de los lugares de interés que me faltaban por ver en Moscú.

La Catedral de Cristo Redentor, situada cerca del Kremlin a orillas del río Moskva, es el edificio ortodoxo más alto del mundo. Es fácilmente reconocible por sus inmensas cúpulas doradas, que resplandecían bajo el sol de invierno como hogueras doradas crepitando en cada torre blanca. A su vez, las cúpulas doradas se reflejaban en la superficie gélida del río Moskva, como gigantescas pompas de oro que quisieran emerger desde el fondo. Dima y yo entramos en el templo, inmersos en el silencio incómodo que nos acompañaba desde que habíamos salido del apartamento y que había planeado sobre nosotros como un mantra gris durante el trayecto en metro. Una vez dentro, sin embargo, la estampa en tonos ocres que pude presenciar apartó de mi mente toda preocupación por unos instantes. 

El interior de la catedral, como ya había podido comprobar en otros templos ortodoxos, creaba un extraño contraste respecto del exterior: por fuera, el templo resplandecía bajo el sol que se reflejaba con vanidad en sus paredes blancas y sus cúpulas doradas; en el interior reinaba un ambiente calmado, austero, teñido de tonos ocres e iluminado únicamente por la luz de las velas que titilaban suaves y trémulas contra los grabados bizantinos que cubrían las paredes. Una de las grandes paradojas del cristianismo a gran escala, que de cara a la galería exhibe sin pudor sus galas más llamativas e intimidatorias mientras que sus fieles son llamados a guiar sus pesadas vidas por la vía del decoro y de la humildad. El pan de los sacerdotes es de oro; el de los feligreses, escaso, las más de las veces enmohecido y soso. 

Aquella tarde de domingo muchos de esos feligreses encadenados a una falsa humildad impuesta desde arriba habían desafiado al frío para elevar sus plegarias en la catedral y ganarse algunos puntos para esa vida futurible prometida como recompensa a esta vida presente, llena de pecado y tentación. Por absurda y risible que me pareciera la paradoja de vivir una existencia encaminada a reservar sitio en un cielo de cuya existencia no tenemos más que la palabra de unos señores gordos con alzacuellos, no pude evitar ceder ante la solemnidad y la convicción de esos feligreses. Había algunos turistas despistados haciéndose los entendidos del arte ortodoxo, un par de señoras engalanadas, algún viejo algo alelado y no faltaba la cohorte de mendigos desdentados a la puerta. Sin embargo, la gran mayoría de feligreses eran babushkas cuyos rostros ajados de arrugas, dureza y experiencia vital apenas se veían bajo el pañuelo hecho a mano con el que cubrían sus cabezas. Quién sabe desde qué pueblo apartado de la interminable periferia moscovita, o de qué barrio castigado por la dejadez y el abandono habían llegado aquellas ancianas sólo para entregarse a la oración con devoción insana. Se santiguaban según el rito ortodoxo, primero en el hombro derecho y en tandas de tres veces. Se santiguaban con un fervor devoto y frenético, repetidas veces, con una concentración casi trascendental, hincando las rodillas en el suelo tras cada señal y postrándose hasta tocar el suelo con la frente cada tanda de tres veces. El sonido susurrante de sus plegarias entonadas con una rapidez casi mecánica se entremezclaba con la música suave del órgano, que parecía sonar al compás del temblor de las velas. 

Al contemplar esa escena de devoción frenética que se sucedía ante mis ojos me vino a la cabeza inevitablemente la primera vez que entré en un templo ortodoxo, dos años antes en Belgrado, donde ese místico mantra de música y rezos me había hecho pensar en sectas satánicas y ofrendas al diablo. Nada más lejos de la sensación que me envolvió en la catedral moscovita, donde aún sintiéndome diametralmente ajeno a la devoción de aquellas abuelas no podía evitar una cierta empatía hacia ellas. Era una suerte de compasión absurdamente paternal, como si me apenara esa forma de vida voluntariamente esclavizada a la que les habían condenado años de tradición, costumbres y educación restrictiva. Pero me recorrió la espina un escalofrío de estupor al reconocer, entre el cinismo y la suspicacia, un ligero punto de admiración ante la capacidad de esas abuelas de aceptar una vida en esencia tan simple y libre de complicaciones, a cambio eso sí de su devoción frenética y de vivir según los estrictos paradigmas de la religión. Al ver a esas ancianas postrándose en el suelo una y otra vez como si de una sesión de cristoaerobic a la luz de las velas se tratase, me preguntaba si su fe iría más allá de tanta parafernalia e incluiría seguir a rajatabla los 10 mandamientos o compartir activamente el punto de vista de la ortodoxia cristiana hacia distintos aspectos sociales. Me preguntaba si alguna de ellas habría hurtado en tiempos de dificultad o escasez, si alguno de sus maridos o padres habrían matado a alguien en la guerra. Me pregunté cuántas me juzgarían, me lanzarían miradas asesinas o se apiadarían de mi alma pecadora si me vieran en actitud cariñosa con Dima. Y sin embargo, pese al cinismo algo recalcitrante que luchaba por abrirse paso entre las notas del órgano y los murmullos de las oraciones, aquel domingo me sobrecogió la difícil belleza austera del templo blanco y ocre, de las ancianas postrándose frenéticamente, de una escena que se balanceaba entre el soviet kitsch y la autenticidad más genuina. Salí del templo con una lágrima rebelde amenazando con caer al precipicio, Dima me seguía en silencio. 

Caminamos sin decir nada hacia el Kremlin, siguiendo el cauce del Moskva. El aire frío de la calle no tardó en alejar las babushkas devotas de mi cabeza y devolverme a mi realidad de viajero en la capital de la Madre Rusia. Y mi realidad me mostraba una panorámica preciosa: el sol del atardecer comenzaba a quedar oculto tras la mole blanca de la Catedral de Cristo Redentor y sus rayos atravesaban la superficie del río como lanzas de oro. Aún en silencio, Dima me miraba con una media sonrisa mientras sacaba foto tras foto del río y de la Catedral. Rompió su silencio para echarme una pequeña bronca por tirar fotos cual turista japonés sin dedicar tiempo a encuadrar y encontrar la mejor iluminación, y cogió mi cámara para mostrarme cómo hacerlo bien. Vicios de la profesión, imaginé. Pero lo tomé como un acercamiento que agradecí mucho tras la tensión y el silencio plomizo de toda la mañana. Entre foto y foto, entre risas comedidas, entre bromas acerca de lo apresurado que era como fotógrafo, parecía que la complicidad silenciosa entre Dima y yo volvía a acompañarnos en aquel paseo dorado a orillas del río Moskva. 

Pronto la Catedral de Cristo Redentor quedó atrás envuelta en un fanal de luz a medida que recorríamos el perímetro sur de la muralla del Kremlin, que transcurre paralelo al río. A lo lejos se alzaba, majestuosa, una de las Siete Hermanas, siete torres idénticas de apartamentos de lujo al más puro estilo soviético repartidas por el centro de Moscú. Y al girar a la 
izquierda ante una gran esplanada entrelazada de vías y cables del tranvía quedó a la vista la tarta de fresa, la Catedral de San Basilio, montando guardia espléndida y orgullosa entre la Plaza Roja y el río Moskva. Sus colores vivos brillaban a la luz del atardecer con más brío que cuando había visto la catedral en mi primera noche en Moscú. Imaginé la Plaza Roja, que se extendía a los pies de la templo, cubierta de nieve en pleno invierno, y deseé no tener que marcharme de la ciudad hasta haber visto las cúpulas retorcidas y caprichosas de la iglesia adornadas de copos blancos, a modo de enorme tarta de fresa con azúcar glasé.

Se acercaba la hora en que Dima tenía que ir a la redacción y allí me dejó, absorto admirando la catedral desde cada ángulo y tratando de esforzarme en sacar fotos más ambiciosas. Por mi parte, yo también tenía una cita que atender. El círculo de amistades de antaño en lugares dispares  volvía a cerrarse en Moscú, en esta ocasión con otras cuatro chicas a las que había conocido el año anterior en Heidelberg. Me alejé de la Plaza Roja hacia la Galería Tretyakov, donde me habría de encontrar con Vera, Anna, Ilona y Evgeniya. Al calor del café desgangrenante de rigor, la noche cayó sobre la ciudad mientras las chicas y yo recordábamos los tiempos de Heidelberg y nos poníamos al día de nuestros comadreos mutuos. De pronto recordé las babushkas de aquella mañana y me imaginé a las chicas dentro de 70 años, envueltas en chales y santiguándose con devoción ferviente, y casi me entró una incontrolable risa tonta por lo anacrónica que se me antojaba la imagen. Times change, y de qué manera. Y gracias a Dior.

Era ya noche cerrada cuando salimos del café. Me despedí de mis amigas maravillado una vez más de lo pequeño que es el mundo y de lo sencillo a la par que gratificante que resultaban esos encuentros fugaces pero intensos, llenos de recuerdos en común y de novedades inesperadas. De camino al apartamento, al compás mi playlist rebosante de melodías soviet kitsch, me sentía más relajado y liberado de lo que me había sentido en todo el día. De pronto parecía fácil y evidente aceptar que las cosas acabarían cayendo por su propio peso, y que lo que hubiera de pasar o dejar de pasar con Dima no dependía en gran medida de mí. Y así es como debía ser. Y quién sabe, pensaba al bajarme en la estación de Partizanskaya, si en algunos años no nos encontraríamos Dima y yo como dos viejos amigos, en cualquier rincón inesperado de Europa, con la misma espontaneidad y naturalidad como me había encontrado con las chicas aquella tarde, o con Rita un par de días antes.

Saturday 4 August 2012

Из России с любовью (V): ...but I'm still not like that.

El sonido de las llaves en la puerta cuando Dima volvió del turno de noche en la redacción a eso de las 8 de la mañana no me sacó de mi sueño profundo, un sueño en el que se me aparecía el Halcón Altanero herido y la dulce muchacha enamorada de él que fue a buscarlo hasta el fin del mundo calzando botas de hierro y alimentándose de pan de piedra. Desperté poco después, y Dima estaba acostado a mi lado, con la respiración ligera de quien lleva poco tiempo durmiendo. Quería levantarme y seguir explorando la ciudad. No quería despertarle. Durante un rato, quizá dos minutos, quizá muchos más, me quedé tumbado junto a él. Tenía ganas de poner mi mano en su pecho, o sobre la suya...

No entendía por qué, pero me costaba un esfuerzo titánico. Había algo en Dima que no alcanzaba a comprender, y que a día de hoy todavía nunca he sido capaz de descifrar; un algo difícil de describir, como una frialdad perpetua que se derretía fugazmente en forma de sonrisa pasajera o de mirada furtiva. O como una especie de distancia gélida que, sin embargo, ocultaba una hospitalidad y amabilidad inesperadas. Quizás simplemente la consecuencia de una sociedad en la que ciertos sentimientos deben habitar bajo el hielo; como los peces en el Ártico, que viven, comen, respiran y sienten debajo de una capa de un metro de agua congelada.

Me armé de valor y le tomé suavemente de la mano. No sin cierto alivio noté cómo él apretaba la mía, sin abrir los ojos. Era una mano cálida, no había en ella ni un atisbo de frialdad. Y, sin embargo, sobre mí seguía pesando cada vez más la enorme distancia que nos separaba, pese a encontrarnos apenas a centímetros el uno del otro. Lugares distantes y vidas separadas, unidas fugazmente por capricho del azar. Recordé sin poder evitarlo aquella primera noche en Berlín: un encuentro casual, sin mayores pretensiones; un paseo por Mitte para romper el hielo; una invitación desenfadada a casa, como quien no quería la cosa, pero con plena consciencia del final que yo deseaba para la película; et enfin, la pasión desatada. Yo estaba convencido de que él se marcharía a la mañana siguiente y seguiríamos siendo dos perfectos extraños a quienes el instinto animal había unido por una noche. Pero el reloj hacía tic tac y Dima seguía abrazado a mí. Y más tarde bebíamos gluhwein en el mercado navideño de Charlottenburg. Y todavía más tarde comíamos en el restaurante de Hackescher Markt que está debajo de los arcos del S-Bahn. Y dos perfectos extraños que habían dejado de ser tal recorrían las frías calles de Berlín, hablando de todo y de nada, disfrutando el simple placer de estar el uno al lado del otro. Y aquél turista ruso no pasó su última noche sólo en su hotel. Y ese mismo turista ruso tuvo alguien de quien despedirse cuando subía al Airport Express que salía de Alexanderplatz a las 6.30 de la mañana siguiente. Y el que se quedó en ese mismo andén pensó, mientras caminaba hacia la Universidad de Humboldt en una gélida mañana cuya luz empejaba a reflejarse en la Fernsehturm, que alguien con quien pasas 40 mágicas horas del tirón debe de ser algo más que un extraño.

¿Pero qué era ese "algo más"? Tres meses después, acostado junto a Dima en el sofá soviet kitsch, aún no lo sabía. Como tampoco lo supe en enero, cuando él vino a visitarme por segunda vez a Berlín. Sólo tenía la fuerte sensación de que no estábamos tan cerca en Moscú como lo habíamos estado aquél primer fin de semana en Berlín. La distancia física era la misma, pero algo más inabarcable e invisible parecía querer separarnos.

Por fin Dima abrió los ojos. Rondaban las 11 de la mañana y, al parecer, él ya había dormido suficiente. Mientras desayunábamos me eché una reprimenda mental por darle tantas vueltas a la cabeza: era completamente impensable salvar una distancia que estaba ahí, mal que me pesara. No podía pasar nada entre Dima y yo, aunque quisiéramos, mientras él estuviera en Moscú y yo en Berlín. Y no digamos ya para cuando tuviera que volver a España... El pensamiento de abandonar Berlín me sacudió las tripas como una descarga eléctrica, pero sirvió para devolverme al aquí y ahora, al carpe diem: estaba en Moscú, en compañía de un amigo que me había acogido en su casa sin esperar a cambio y que me estaba enseñando la ciudad y compartiendo parte de su vida conmigo. ¿Tanto importaba si Dima era un amigo, un conocido, o algo más? No tenía sentido seguir haciéndose preguntas peligrosas. Lo que sí tenía sentido era coger la línea de metro Kaluzhsko-Rizhskaya y poner rumbo al Museo de Cosmonáutica.

Nos bajamos en la estación VDNKh (ВДНХ), un nombre que por su historia merece explicación. La estación sirve al mayor recinto ferial de Rusia, el Centro Panruso de Exposiciones (aunque la palabra "panruso" es tan fea que me quedo con el nombre en ruso: Всероссийский выставочный центр). Este enorme complejo acogió, desde finales de los años 50, la Exhibición de los Logros de la Economía Nacional de la URSS (en ruso, Выставка Достижении Народного Хозяйства, ВДНX). La exhibición mostraba los mayores logros tecnológicos, agrícolas y científicos de la Unión Soviética: cada república soviética tenía su propio pabellón, cada cual una mayor muestra de eclecticismo soviet kitsch con incorporaciones propias de cada una de las repúblicas. Fue tal el poderío y la importancia de la exhibición que todavía hoy los moscovitas se refieren al lugar como ВДНХ (pronunciado algo así como "vedenkhá") y la estación de metro ha mantenido esa denominación.

Nos dio la bienvenida uno de esos colosos de bronce que abundan en Moscú: la figura de un hombre corriendo contra el viento enarbolando en su mano izquierda un martillo y una hoz. Más allá de la entrada al centro de exposiciones, espléndida y lúgubre al mismo tiempo, la oscura silueta de la Torre Ostankino se proyectaba contra el cielo encapotado. Con más de 540 metros de altura, esta torre de telecomunicaciones es la estructura más alta de Europa y una de las mayores del mundo. Las nubes grises parecían arremolinarse en torno al inmenso pirulí a medida que nos acercábamos a la entrada del ВДНХ, enfrente de la cual se encontraba el Museo de Cosmonáutica.

¡Y qué entrada tan fastuosa, soberbia, pantagruélica! ¡Soviética! Una espectacular mole grisacea de columnas de planta cuadrada, con escenas agrícolas labradas en sus blancos capiteles. Y en lo más alto del arco central, en pose y actitud victoriosa, enarbolando una inmensa gavilla de trigo, las gigantescas figuras de bronce de la campesina sovkhoz y el conductor de tractores saludan a la muchedumbre que visita el complejo. Quién me iba a decir a mí que, escasas semanas más tarde, estaría estudiando el  ВДНХ que se extendía frente a mí a través de aquella descomunal entrada desde el punto de vista de las vanguardias artísticas rusas en un seminario de la Universidad de Humboldt...



Lástima que el caprichoso frío siberiano quisiera ser, un día más, el centro de atención, y el día no se prestaba mucho a caminar al aire libre por el ВДНХ por muy admirables que fueran los edificios que albergaba. La idea de meterse al Museo de Cosmonáutica resultaba más atractiva por ese pequeño detalle de poder estar bajo techo. Un pequeño gran detalle cuando la temperatura es de -20 ºC. Tengo que reconocer que el museo tampoco me resultó excesivamente interesante; cualquiera lo diría, ya que no soy precisamente uno de esos que viven con los pies pegados al suelo. Pero siempre he creído que la conquista del espacio no es más que el reflejo de un incansable instinto colonizador de imponer el modo de vida de una comunidad más o menos amplia a otra, que siempre se considerará inferior. Solemos imaginar a los marcianos o los venusinos como extraños seres babosos y escamosos con muchos ojos y más patas de lo normal, con cerebros muy grandes o tentáculos que les salen de sitios raros, con muy mala leche o medio-místicos en plan psicodélico. Y quién sabe si nosotros mismos no somos realmente células o partes integrantes de un ser más enorme e incomprensible de lo que nuestros pequeños cerebros serán jamás capaces de imaginar. O si no somos más que un sueño de Antonio Resines...

Con todos mis respetos a Yuri Gagarin, faltaría más. ¡Y que se jodan los americanos! Sí, básicamente es esa la principal narrativa que se sacaba del Museo de Cosmonáutica; cada logro soviético se remarcaba y alababa como un indiscutible triunfo de la Madre Rusia sobre el capitalismo yankee. Imperialismo vs Imperialismo, en definitiva. Y, por alguna razón absurda, me parecía menos terrible desde la perspectiva soviética... Es lo que tiene un corazón teñido de rojo sangre que palpita al son del soviet kitsch. 

Rondaba la hora del té cuando Dima y yo salimos del museo. Él tenía que cubrir la tarde en la redacción del canal de noticias, así que yo había quedado con Anya Khokhriakova, otra de las chicas rusas que conocí en Heidelberg. Con tiempo de sobra tomé la línea Kaluzhsko-Rizhskaya hasta la Avenida de la Paz, Prospekt Mira. Hm, este nombre me suena... ¿No lo he visto por el Google Maps por alguna buena razón, hace ya tiempo? ¿Qué estaba mirando yo por esta zona que me pudiera interesar? ¡Anda, pues claro! ¡Si estaba a tiro de piedra del Estadio Olímpico de Moscú! Aún quedaba más de media hora para que llegase Anya, tiempo de sobra para acercarse a echar un vistazo.

Solemos imaginar los estadios modernos situados a las afueras de las grandes ciudades, en grandes explanadas rodeadas de poca cosa. Nada más lejos de la realidad si hablamos del Olimpiskiy moscovita, situado prácticamente en el centro de la ciudad y rodeado de edificios y calles muy transitadas. Y llegados a este punto el buen lector podrá preguntarse si quien estas lineas escribe es tan adicto a los Juegos Olímpicos como para acercarse con un frío siberiano a contemplar un antiguo estadio de los años 80 no precisamente afamado por su bella arquitectura. Bien, no negaré que me hacen ilusión las Olimpiadas y que disfruto especialmente las vistosas ceremonias de apertura que monta cada país en el intento de mostrar lo mejor de sí mismos, pero los motivos que me traían al Olimpiskiy eran bien distintos. Aquella tarde gélida me acerqué a aquél rincón de Moscú para contemplar la que fuera sede del Festival de Eurovisión de 2009, uno de los mejores de la historia reciente del festival en cuanto a nivel musical y despliegue de medios por parte de los soviéticos anfitriones. ¿Turista de bofetón? ¿Sí? Tal vez. Me la pela. Yo iba de aquí a allá tan feliz sacando fotografías del estadio e imaginando como sonarían en él algunos de los inolvidables temas de aquél año: la artificialmente pacifista pero encantadora There must be another way de Noa y Mira Awad por Israel, la dulce It's my time de Jade Ewen que catapultó a Reino Unido al top 5 tras años de resultados pésimos, la antémica y veladamente pro-comunista Bistra voda de Regina que me enamoró de Bosnia-Hercegovina, la inolvidable y sentida anfitriona rusa Mamo de Anastasia Prikhodko, o la elegantísima y exquisitamente francesa Et s'il fallait le faire de la diva Patricia Kaas. Todas ellas resonaban en mi cabeza y en mi iPod mientras oscurecía en torno al estadio y se acercaba la hora a la que había quedado con Anya en la estación de metro.

Anya y yo fuimos a tomar un café desgangrenante a una cafetería muy elegante en la propia avenida. Igual que cuando me encontré con Rita y Sasha un par de días antes, me invadió esa agradable sensación de pensar que el mundo, o al menos el continente, parecía encoger con el paso del tiempo. Me reconfortaba como una taza de chocolate caliente que el hecho de encontrarme con un conocido a miles de kilómetros de donde nos conocimos por vez primera empezara a convertirse en una constante en mi vida, cada vez más itinerante. Nuestra conversación giró en torno a Rusia y las diferencias enormes que existían con Europa. Me sorprendía la fascinación con la que la mayoría de rusos, Anya incluida, se referían a Europa como una realidad soñada, a la que Rusia no terminaba de pertenecer, de manera parecida a cómo los europeos podríamos pensar hace unos años en el cacareado "sueño americano". No me sorprendió demasiado, en cambio, cuando me contó una anécdota para ilustrar cómo funcionan las cosas en la Madre Rusia. Se me dibujaba una sonrisa cínica y triste mientras me contaba el inacabable papeleo que se vio obligada a rellenar cuando quiso cambiar de habitación en su residencia de estudiantes, ya que la suya se caía a trozos. Tras meses de papeles inútiles y estériles quejas a grito pelado con la encargada, la madre de Anya trajo de la dacha dos tarros enteros de mermelada casera para los mandamases de la residencia. Anya consiguió la mejor habitación de la residencia en cosa de dos días. Para mi que cuando se busca la palabra "soborno" en la enciclopedia, en medio de la definición tiene que aparecer por algún lado la bandera rusa.

Cuando me despedí de Anya ya había anochecido y el frío había arreciado hasta alcanzar su máximo esplendor nocturno. No me apetecía volver a casa todavía, de modo que volví a acercarme al Olympiskiy, pirog de cerezas amargas en mano. De noche, iluminado en tonos amarillentos, resultaba aún más imponente. Mientras lo rodeaba por última vez, recordé que no lejos de allí se encontraba el Teatro del Ejército Ruso, célebre por su planta en forma de estrella roja soviética. Se me antojaba acompañar el pirog con un último bocado de soviet kitsch del auténtico, de modo que me dirigí hacia allí. No tardé en llegar, ayudado por las indicaciones que torpemente le pedí a un transeúnte, mientras en mi iPod sonaba la versión del Ejército Rojo de la Katyusha. Envuelto en las sobras de la noche, el Teatro no presentaba su faceta más majestuosa pese a la ostentosa iluminación. Deseé tener un helicóptero o unas alas rojas para poder observar desde el cielo nocturno su forma de estrella mientras escuchaba la Katyusha y, a continuación, el Himno de la Unión Soviética. Seguía recreándome en toda la iconografía soviet kitsch y disfrutando de ello como si el espíritu de Lenin se hubiera apoderado de mí.




Una hora más tarde, de vuelta en el apartamento, me invadían sentimientos diversos mientras Dima y yo nos preparábamos para salir de fiesta. La parte más alocada de mí, esa que tantas alegrías y disgustos me ha dado y me sigue dando, se moría de ganas de conocer la clandestina escena gay de una ciudad grande para algunas cosas y minúscula para otras como es Moscú. La parte más juiciosa, concienzuda y tocapelotas insistía en preguntarse qué necesidad tenía de ir a ningún sitio de ambiente si estaba con Dima. Me volvia a asaltar esa misma sensación impertinente de que los sitios de ambiente sólo sirven para ir a ligar y que la gente con pareja o algo-parecido-a-una-pareja debería tener vetada la entrada, ya que las parejitas no hacen más que poner envidioso al personal o ponerse los cuernos mutua y descaradamente. Tamaña chorrada, desde luego. Y, sin embargo, ahí estaba, dando por saco en mi cabeza. Con todo, Dima me había pintado demasiado bien esa discoteca como para querer perderme esa noche. Ya antes de llegar a Moscú había oído todo tipo de historias acerca del clandestino ambiente moscovita, de cómo los locales gays, prácticamente una mafia en sí misma, se veían obligados a cambiar de ubicación con cierta frecuencia ante el peligro de posibles redadas policiales. Poco importaba que la homosexualidad hubiera sido despenalizada tras la caída de la Unión Soviética, la percepción social en la mayoría de las repúblicas seguía siendo bastante cavernícola, y ver a dos hombres cogidos de la mano o besándose en la calle bien podía aún ser motivo de una paliza por parte de borrachos desequilibrados o hasta de una noche en el calabozo. Pese a la indignación y el asco que me producía ser consciente de esto, no podía dejar de sentir un cierto subidón de adrenalina ante ese componente de clandestinidad, de secretismo, de rozar lo prohibido. Y ahora tenía la ocasión de vivir esos momentos de clandestinidad.

Quizá por eso mi primera impresión al entrar al mencionado sitio, cerca de la estación de Komsomol'skaya, a través de una especie de pasaje subterráneo flanqueado por dos maromos en ajustadísima camiseta de tirantes marcapezones, fue de cierta decepción; a simple vista nada diferenciaba el Central Station de los muchos y clónicos bares de ambiente que se pueden encontrar por toda Europa. Pero eso era, por supuesto, a simple vista. El Central Station era mucho más de lo que cabía suponer por su ratufa entrada. El primer piso estaba montado en plan café-teatro, con una barra, un escenario, y varias mesas horterillas sobre una tarima. En una sala aledaña, había un karaoke a precios prohibitivos en el que cada canción que pedías se cobraba a la friolera de 200 rublos (5 euros). La gran ventaja: semejante sablazo mantenía alejados a los emblemáticos borrachos de karaoke y realmente sólo salía gente que sabía, al menos, dar el tono adecuado. Ante la mirada de incredulidad de Dima y de la mía propia, que no podía creer estar pagando dinero por destrozar públicamente una canción en un karaoke, salí con toda mi ingenuidad de guiri despreocupado al escenario a emular aquella inolvidable noche tradocvisiva en la que, junto con mi amor platónico y fantasía sexual recurrente, destrozamos la canción eurovisiva rusa de 2009, la melancólica Mamo de Anastasia Prikhodko. En mi defensa diré que aquella noche en el Central Station se me dio bastante mejor la cosa, aunque sólo fuera por amortizar los 200 rublos. Por su parte, Dima dejó los reparos en el suelo y salió a defender muy dignamente su canción fetiche, el Viva la vida de Coldplay.

No tardó en hacer su aparición en el escenario del café-teatro una flamboyante drag-queen entradita en años que parecía haberse quedado sin ropa antes de la actuación y se había envuelto en las cortinas de terciopelo rojo de casa de su babushka. Apenas entendía nada de lo que decía, en un ruso que se me antojó muy poco estándar, salvo en un momento en que llamó idiotki entre risotadas de diva fatua a uno del público que, al parecer, le había soltado una vulgaridad sin mala intención. Yo contemplaba el espectáculo, como tantas otras veces me había sucedido, con una media sonrisa, sin sentirme completamente integrado entre el público, como si lo viera desde un televisor en el que el público formaba parte del show: me fascinaba a la vez que me intrigaba el hecho de que los gays necesitemos una especie de mamá en los locales de ambiente, ya sea una drag o una obesa celulítica ajada de arrugas, para sentirnos a gusto. Y como tantas otras veces se apoderó de mí esa sensación de estar en un ghetto por elección propia, de estar formando parte de un universo paralelo lleno de brillantina, afeites y artificios, donde todo el mundo lleva una máscara más o menos visible, pero nadie es quien aparenta. Y una vez más, me pareció estar en una encrucijada entre elegir ser yo mismo y sentirme como un pulpo en un garaje o abandonarme a esa frivolidad y colgarme una máscara de alcohol y falsedad. Hasta entonces, la segunda opción no me había traído más que resacas varias y algún que otro disgusto; aún así, a veces no podía resistirme, incluso amén de una irrefrenable sensación de but I'm not like that.

Mientras una comitiva de drag-queens desfilaba por el escenario liderada por la divina pajarraca envuelta en terciopelo rojo, yo dejaba que el alcohol a precios prohibitivos de discoteca moscovita fuera haciendo su efecto. Que me perdonen los entendidos del tema, pero a mi modo de ver, las drags son un poco como la mayoría de bares de ambiente: vista una, vistas todas. Quizá la segunda planta tuviera algo más interesante que ofrecer... Ehm, buen intento. Una nube de humo blanco distorsionaba los haces de rayos láser mientras retumbaba el último grito ruso-bakala del momento. Vale, ya me voy aclarando: primera planta, lokas; segunda planta, musculokas. Aquí el 90 por ciento de la gente bailaba sin camiseta, exhibiendo cuerpos esculturales de gimnasio. Dos gogós en bóxers bastante reveladores bailaban en sendas plataformas elevadas, y una vez más me dio la impresión de que los gogós en los bares de ambiente están como puede estar la bola giratoria de espejos, porque tampoco parece que nadie les preste especial atención. Bueno, igual eso me parece a mí y luego en cuanto bajan de la plataforma les llueven números de teléfono. O invitaciones mucho más directas a la trastienda o cuarto oscuro de rigor. Nothing of my business.

A la vista está que entre loka y musculoka tiro más, aunque tampoco mucho, por loka, así que me volví a la planta primera con Dima y sus amigos, que habían vuelto a la sala de karaoke, donde a pesar del rublazo por canción empezaban a notarse las borracheras varias de los consumidores y ya se veían escenas y se escuchaban notas escandalosas que no hubieran estado de más en cualquier karaoke de barrio de Motilla del Palancar, con las chatunguis de turno destrozando alguna de Pimpinela. A estas alturas de la noche, el subidón de vodka y Jägermeister empezaba a bajarse a la vejiga, de modo que me dirigí a los servicios, sin saber que aún me faltaba por descubrir una zona más del infame Central Station. 

Fue relativamente fácil encontrar la entrada a los servicios. Lo que no fue tan sencillo fue encontrar la salida. El recuerdo de los momentos que siguieron a esa inicialmente inocente visita a los servicios es, más de un año después, de todo menos lúcido, pero la cuestión fue que salí por un sitio por el que no había entrado. En un principio achaqué la confusión al exceso del alcohol del momento, pero hasta donde yo sabía, el alcohol no hacía que las luces bajaran de intensidad espontáneamente. Como mucho te nublaba la vista, pero no te la ennegrecía. Y de pronto yo me encontraba en un sitio en que apenas podía distinguir mis manos delante de mí. Tardé unos segundos en escuchar el eco ahogado de la música que llegaba del café-teatro mezclado con el inconfundible sonido de la respiración agitada de alguien que se encuentra expectante ante un placer físico. Algo me decía que en ese cuarto oscuro no se revelaban fotos precisamente. Una inexplicable chispa de curiosidad mese encendió en mi cabeza y me invitó a adentrarme más, mientras que mi Pepito Grillo particular me recordaba gritándome al oído que no había venido sólo. Me daban ganas de agarrarle por el pescuezo y recordarle a ese impertinente Pepito Grillo que, tal y como me había dado cuenta esa misma mañana, mi relación con Dima era en esos momentos de todo menos clara, y que tenía completa libertad de moverme a mi aire. Y también me daban ganas de agarrarme a mí mismo por el pescuezo y sacarme a rastras de aquél lugar en el que me había metido por pura e irónicamente inocente casualidad.

No recuerdo exactamente cuánto duró aquella disputa mental que me dividió en la oscuridad de aquella dark room en el corazón de Moscú. Tampoco recuerdo con claridad si algo ajeno a mi voluntad o acorde con ella llegó a ocurrir en el transcurso de esa disputa mental. O quizás lo que ocurre es que no quiero recordarlo. Sea como fuere, lo que ocurre en un cuarto oscuro se queda en un cuarto oscuro. Cuando por fin recobré el sentido común, volvía a encontrarme en medio de aquél universo multicolor y chispeante de lokas, camareros descamisados con pajarita y música kitsch. Dima seguía donde le había dejado, en el karaoke, divertido ante el desfile de esperpentos que seguían profanando canciones bajo los dictados del alcohol. Los minutos transcurrieron sin que apenas me diera cuenta mientras mis pensamientos se arremolinaban en mi conciencia y me hacían sentir como si hubiera hecho algo de lo que debiera arrepentirme, si bien una certeza de todo menos cierta parecía indicarme con la boca chica que no era sí. Dima me sacó de mi ensimismamiento a eso de las 5 y pico de la mañana, cuando el karaoke agonizaba casi vacío y la troupe de lokas de la planta baja ya se había dispersado casi por completo. Con las primeras luces de la mañana, un trolebús nos llevó por calles sucias y salpicadas de vagabundos y los últimos supervivientes de la noche hasta el apartamento de Dima.

De vuelta al abrigo del sofá-cama, Dima se durmió casi de inmediato. Yo meditaba, mientras la luz entraba cada vez más con más fuerza entre las rendijas de las polvorientas cortinas del apartamento. ¿Me había llevado demasiado lejos el carpe diem al que me había abandonado aquella misma mañana? ¿O era una especie de odioso despecho disfrazado de curiosidad, alimentado por las dudas, el que me había impedido abandonar el cuarto oscuro en el mismo momento en que entré? Esos inquietantes pensamientos revolotearon sobre mi cabeza hasta que el alcohol y el cansancio se hicieron cargo de la situación y me hicieron caer en un sueño pesado e intranquilo.

Tuesday 1 November 2011

Из России с любовью (IV): Si King Kong jugase con cubitos...

Aquél viernes se despertó soleado y capitalista: después del empacho de burrocracia post-comunista del día anterior, la perspectiva de visitar el símbolo del Moscú del siglo XXI no parecía tan aterradora; a fin de cuentas, siempre podría ponerme cínico cuando llegáramos allí. Cinismos aparte, el Centro Internacional de Negocios de Moscú (Московский Международный Деловой Центр), también conocido como Moscow-City, es uno de los must-see de la capital rusa hoy día, mal que me pese, y en todo caso no me hubiera querido ir de Moscú sin verlo, de modo que Dima y yo cogimos el metro y nos dirigimos hacia, cómo no, el oeste de la ciudad, donde se emplaza este conjunto pantagruélico e histriónico de edificios contemporáneos.

Después de un trayecto que incluyó dos transbordos e infinidad de miradas reprobatorias por parte de los estirados y grises usuarios del metro, que parecían encontrar mis pitillos color lavanda demasiado poco ortodoxos, llegamos a la estación Vystavochnaya, que muy poco tenía que ver con la sobrecogedora estética soviética y megalómana de las estaciones principales del centro de la ciudad. Se trataba de una estación moderna, funcional, de líneas elegantes y asépticas, que no hubiera desentonado en cualquier ciudad europea de tamaño medio. Sentí como si aquél tren nos hubiera sacado de Moscú y nos hubiera llevado a una ciudad completamente distinta, alejada del pasado soviético. Pese a la limpieza y la amplitud de aquella estación no pude evitar una inexplicable incomodidad, que se acentuó cuando salimos a la superficie y nos deslumbró la luz del sol de invierno reflejada sobre aquellos impresionantes rascacielos de cristal que conforman la Moscow-City, que se erigen altaneros en un meandro del río Moskva y se reflejan, vanidosos, en sus aguas.

Cruzamos el puente Bagration hacia el otro lado del río Moskva, para poder observar mejor aquellas moles de cristal. La estética del puente seguía las líneas limpias, modernistas y asépticas de los rascacielos y de la estación del complejo. Mientras observaba el reflejo del sol en el río, en las ventanas de los edificios y en el propio vidrio que cubría los lados del puente, crecía en mí la sensación de no estar en Moscú; podría fácilmente estar en un distrito financiero de Boston, de Nueva York o de Seattle.

Con todo, cuando Dima y yo llegamos al otro lado del río, desde donde se divisan con todo su esplendor capitalista los edificios de la Moscow-City, no pude dejar de admirar aquellos monstruos vanidosos de acero y cristal. De algunos sólo se veía el esqueleto de hierro y andamios, pero la mayoría ya estaban acabados, quizá alguno ya estuviera en funcionamiento. Captaron especialmente mi atención los dos más altos, dos torres resplandecientes que parecían prismas apilados, como si King Kong hubiera visitado Moscú y en vez de coger a una chica le hubiera dado por jugar con cubitos de construcción como los de los niños, pero a su propia escala. Sin embargo, pasada la primera impresión, aquellos rascacielos parecían resplandecer mucho menos; como una nube negra, me volvió a invadir ese sentimiento que me acompañaba como una sombra por las calles de Moscú, como si aquella enorme ciudad llena de una historia propia de la que el Kremlin era buque insignia quisiera sepultar ese pasado en el olvido y vender su identidad al ideal capitalista contra el que habían luchado durante tantos años. En mi cabeza apareció de pronto el bloque de apartamentos donde vivía Dima, uno de tantos bloques que forman las ciudades ex-comunistas, antiguos, ajados, agrietados, algunos casi en ruinas. Y mientras la mayor parte de la población de la ciudad vivía en aquellos edificios que luchaban contra el paso del tiempo, en aquél meandro del río crecía, a golpe de talonario, aquella City de brillo hipócrita que perdía cada vez más resplandor ante mis ojos según se arremolinaban en mi cabeza todos estos pensamientos.


Aunque quizá aquellos gigantescos edificios habían dejado de resplandecer porque el cielo se había ido cubriendo de nubes y un caprichoso viento gélido empezaba a soplar. Tras esa breve visita a la faceta más capitalista de la Moscú "del siglo XXI" volví a tener un mono tremendo de soviet kitsch, y en todo caso el vientecillo que se acababa de levantar animaba a ponerse a caminar, de modo que Dima y yo tomamos rumbo hacia el cercano Парк Победы, el Parque de la Victoria.

El viento soplaba cada vez más fuerte mientras cruzábamos el tercero de los anillos concéntricos que circunvalan Moscú de dentro a fuera y atravesábamos Kutuzovskiy Prospekt, una avenida flanqueada por enormes edificios de apartamentos soviéticos, ajados y agrietados, oscurecidos y algo siniestros. Ante nuestros ojos, en una isleta de la ancha avenida, apareció el Arco de Triunfo construído para conmemorar la victoria sobre Napoleón. Y a través de él, al final de una esplanada inmensa adornada con fuentes que se iluminan de rojo sangre por la noche, se erigía el altísimo obelisco de la llamada Colina de la Sumisión, un pirulí de exactamente 141,8 metros de altura, 10 cm por cada día que duró la Segunda Guerra Mundial. La colina recibe en ruso el nombre de Поклонная гора, de un verbo que significa "arrodillarse", pues históricamente se decía que todos los visitantes procedentes de Occidente debían rendir homenaje en este lugar. Mis simpatías hacia lo soviet kitsch tienen un límite y lo de arrodillarme me parecía excesivo, de modo que me limité a admirar el imponente obelisco desde todos sus ángulos. Junto a la base llena de loas y alabanzas a los caídos en la guerra descansaban varias coronas de flores, y culminaba el conjunto una intimidante estatua de San Jorge. Desde lo más alto contemplaba la ciudad Niké, diosa de la victoria. En la esplanada, formando un semicírculo por detrás del obelisco, el Museo Monumental de la Victoria Soviética. Y cómo no, omnipresente, silbando entre la columnata del museo, bailando su danza invernal en torno al obelisco, haciéndome tiritar como un cachorrillo, el frío del norte como guinda de este pastel de megalomanía soviética en el que yo me sentía tan minúsculo como una motita de harina. ¿No querías un antídoto soviet kitsch contra la sobredosis de capitalismo con la que empezó el día? Pues toma dos tazas.


Al otro lado de la esplanada y de la columnata semicircular se extiende el Parque de la Victoria propiamente dicho, una enorme extensión verde y arbolada, que ahora aparecía ante nuestros ojos blanca, agreste, cubierta de nieve y hielo. En otras condiciones hubiera deseado internarme en lo más profundo de los árboles y sentir por un momento que estoy en medio de ninguna parte, pero el frío penetrante me quitó las ganas. A nuestra izquierda quedaba una sinagoga de planta cuadrada que completaba las tres religiones presentes en todo el parque, ya que también había una catedral ortodoxa y una mezquita. Y en torno a la sinagoga se levantaban unas inquietantes estatuas, grises como las nubes que se cernían cada vez más densas sobre nosotros, que formaban en conjunto el memorial para las víctimas del Holocausto. Las estatuas formaban como una fila sinuosa en la que las primeras figuras representaban personas tristes y demacradas, que iban decreciendo en altura y se iban convirtiendo progresivamente en las lápidas con obituarios en diferentes idiomas (ruso, ucraniano, polaco, yiddish, lituano, letón, estoniano...) que cerraban la fila de esculturas. Dima y yo las contemplamos durante minutos, en silencio reverencial. Incluso sin la nieve y el frío ártico hubiera sido un espectáculo sobrecogedor y ligeramente espeluznante.



El frío intenso y el macabro memorial nos había dejado bajos de defensas: era el momento oportuno para tomar un buen café desgangrenante antes de volver a la zona central para comer. Dima tenía que cubrir el turno de noche en la redacción del canal de noticias para el que trabajaba pero antes quería llevarme al restaurante donde, según él, servían los mejores pirogi de Moscú. En el momento en que descendíamos los incontables escalones de la estación de metro del Parque de la Victoria, la más profunda de la ciudad, el viento arreciaba de manera amenazante y había comenzado a nevar con fuerza. Cuando, tras el trayecto en metro, salimos a la superficie en Arbatskaya, la ventolera se había convertido en una auténtica ventisca; una cortina gélida y densa de nieve, hielo y viento dejaba apenas ver unos metros por delante y el frío cortante se metía como un cuchillo hasta los huesos. Suerte que el sitio al que me guíaba Dima entre la tempestad estaba a tiro de piedra de la estación... Al calor del restaurante nos devolvió la energía un platito de ricos pirogi calentitos, y cuando salimos a la calle la ventisca había amainado considerablemente. No teníamos muchas ganas de ir muy lejos, de modo que entramos a curiosear en el Globus de Tverskaya ulitsa, la librería más importante de Rusia. Igual que el día anterior en el universam, me hacía una ilusión inexplicable ver aquellas filas de libros exclusivamente en ruso. Inmediatamente me vinieron a la cabeza muchas cosas: el cuento del Halcón Altanero que nos contaba mi madre a mi hermana y a mí cuando éramos niños, el Pradillo de los Bueyes por el que discutían hasta tirarse de los pelos Natalia Stepanovna e Ivan Vasilyevich en la obra de Chekhov, la muñequita de Vasilisa Belleza Sin Par, que libraba a su joven y hermosa dueña de la crueldad de Baba Yaga a cambio de las sobras de la comida... Lástima que no me quedaba mucho tiempo para curiosear, pues Dima debía marcharse a trabajar y yo había quedado con mi amiga Rita en la estación de Lubyanka para ir a cenar juntos. Al salir de la librería, antes de marcharse, Dima me regaló una guía de Moscú que había comprado en Globus mientras yo fantaseaba y curioseaba. Era una guía muy completa, totalmente en ruso pero, por lo que pude sacar de un primer vistazo que le eché emocionado, comprensible. Era curioso cómo Dima, que me exasperaba a veces con su frialdad y distancia, me seguía sorprendiendo con detalles como ese. Le di las gracias y él se marchó esbozando una de sus sonrisas tímidas. Me puse en marcha hacia Lubyanka hojeando distraídamente la guía. Sólo un detalle me hizo sonreír con cierta amargura: la foto de portada no era del Kremlin, la Catedral de San Basilio o el panorama de la ciudad desde el Monte de las Golondrinas, sino las dos torres de la Moscow-City que hubiera armado King Kong si jugase con cubitos.

De camino a Lubyanka atravesé la Plaza de la Revolución y Nikol'skaya ulitsa, donde recordé con medio escalofrío a la funcionaria obesa del día anterior. En la calle del bar Propaganda había otra sucursal de la librería Globus. Al verla se me ocurrió una idea genial, pero no quería llegar tarde a mi cita con Rita. Cuando llegué a Lubyanka y nos encontramos, le pregunté si querría acompañarme un momento a Globus, a lo que respondió, risueña, que por supuesto. En la librería, Rita me ayudó a buscar los libros que quería, todos ellos en ruso: una antología de teatro de Chekhov, en la que no podían faltar Los Perjuicios del Tabaco y Una Petición de Mano, el libro séptimo de Harry Potter, y otro cierto librillo que me hacía especial ilusión... Se me dibujó una gran sonrisa cuando la arisca librera que nos había atendido apareció con él y me lo alargó. Me llevaría dos ejemplares, por supuesto. Muy satisfecho, salí de la librería con Rita. Misión cumplida, pensé. Otro cantar será cómo meter los libros en la maleta...

Rita y yo fuimos a cenar a un restaurante muy in de la zona llamado ПирОГИ. Tan in que estaba abarrotado y nos tocó esperar para conseguir mesa. Cuando por fin nos sentamos frente a frente, me di cuenta de lo mucho que había echado de menos a Rita: su espontaneidad, su sonrisa amable y comprensiva, su visión tan abierta del mundo... Y también pensé en lo mucho que seguía echando de menos Heidelberg, y tanta gente a la que allí había conocido y con la que seguramente volvería a encontrarme en otros lugares del mundo. Quién me iba a decir a mí, menos de un año antes, que la próxima vez que vería a Rita sería en un restaurante chic de Moscú tomando manzanas calientes caramelizadas con miel y frutos secos. Nuestra conversación no tardó en alejarse de Heidelberg y llegar hasta Berlín, donde nos habíamos visto por última vez, y donde Rita se había enamorado casi sin quererlo de mi compañero de piso australiano, que ahora estaba saliendo con una chica algo esquizofrénica del barrio de Neukölln, para congoja de mi amiga rusa. Desde Berlín, nuestras palabras viajaron hasta el momento presente en Moscú, en el ПирОГИ, cuando le comenté a Rita de cómo Dima me parecía como un libro en cirílico arcaico, escrito en aquellos símbolos casi incomprensibles que había visto en las catedrales del Kremlin:
un libro bello por fuera, pero casi imposible de entender, críptico y reservado. Le conté a mi amiga lo difícil que me resultaba interpretar sus silencios, sus sonrisas tímidas, su frialdad por momentos y esos detalles tan suyos que sabía tener en el momento oportuno... Nada nos pareció más adecuado a Rita y a mí que curar las dudas del corazón con nuestro ritual de la sambuca, un ritual que ella me había enseñado la última vez que nos vimos, en Berlín: se toma un vaso de chupito de sambuca con dos granos de café, se flambea la sambuca con un mechero y se vuelca sobre un vaso más grande. Rápidamente hay que voltear el vaso de chupito sobre un posavasos, pillando el borde de una pajita de modo que uno de los extremos quede aprisionado entre el vaso y el posavasos. A continuación, hay que beberse de un trago la sambuca que ya no arde, masticar los granos de café e inmediatamente chupar por la pajita los vapores que quedaron del flambeado en el vaso de chupito vuelto. Если любовь беда, кричай просто "На здоровые!".        
   
Se acercaban las 12 de la noche y todavía quería acompañar a Rita hasta la estación de Komsomolskaya con tiempo suficiente para coger el último tren que me llevaría a casa de Dima. Komsomolskaya, la estación dedicada a las juventudes comunistas de la Unión Soviética era una de las joyas de la corona de la red de metro moscovita: unas inmensas columnas de mármol oscuro sostenían el techo abovedado y las múltiples pasarelas que conectaban los andenes y los pasajes con acceso a los trenes estaban engalanados hasta el último detalle. Por encima de la estación, ajena a los trenes que circulan por ella a intervalos minúsculos de tiempo, Komsomolskaya Ploshchad', una de las plazas más ajetreadas de Moscú brillaba con luz propia en la noche gélida. El concurrido ágora es también conocido como Plaza de las Tres Estaciones, pues tres de las más importantes rutas ferroviarias de Rusia llegan a su final en este lugar: al oeste, la Estación de Leningrado
(Leningradskiy Bokzal), que conecta con San Petersburgo; hacia el sureste, la Estación de Kazan' (Kazan'skiy Bokzal), que conduce a las ciudades esteparias del centro de Rusia, como Yekaterinburg o Ryazan; y hacia el este, la estación de Yaroslavl (Yaroslavskiy Bokzal), el comienzo de la línea del Transsiberiano hacia el lejano oriente ruso. Y allí, de pie en aquél punto de unión de tres rutas que atraviesan la Madre Rusia, deseé poder volver a Moscú, a esa misma Plaza de las Juventudes Comunistas, ataviado con una capa de viaje y una maleta no muy pesada para tomar un tren. ¿Hacia Yekaterinburg y la Siberia esteparia? ¿Quizá el trayecto imperial entre Moscú y San Petersburgo? ¿O tal vez tomaré el Transsiberiano sin parada hasta Mongolia? Sólo el tiempo lo dirá.

         

Me despedí de Rita y cogí el metro hasta Partizanskaya con un breve transbordo en la espléndida estación de Kurskaya. Un día más llegaba al apartamento de Dima atiborrado de pensamientos, sensaciones e imágenes. Saqué los libros que había comprado y los acómodé en la maleta: la antología de Chekhov, la versión rusa de Las Reliquias de la Muerte y los dos ejemplares de aquél librillo que me había emocionado encontrar: los cuentos rusos que me contaba mi madre en versión original, con las exquisitas ilustraciones de Ivan Bilibin. Coloqué con sumo cuidado una de las copias en mi maleta, entre dos jerseys; la otra la dejé a mano, para poder regalársela a Dima justo antes de marcharme de Moscú. 

Monday 17 October 2011

Из России с любовью (III): Burrocracia soviética

Cuando desperté, Dima estaba al ordenador leyendo su correo electrónico. Estaba bien entrada la mañana y mi amigo me dijo que tenía que ir a partir de las 14 a la Embajada de Alemania para recoger su visado, pues planeaba viajar a Berlín en abril, y me preguntó si no me importaba acompañarle o si prefería hacer otra cosa por mi cuenta. Puesto que se trataba simplemente de pasar a recoger el pasaporte pensé que mejor sería ir con él. El boletín matinal, sin embargo, no acabó ahí: Dima me recordó que todavía tenía que registrarme oficialmente como inmigrante-turista en Rusia, y que sería mejor hacerlo sin falta aquella misma mañana si no quería tener problemas. Ay, ingenuo de mí, yo que creía que con todo el tinglado del visado y con la tarjeta de inmigración que me habían sellado en la aduana tenía más que suficiente... El día se presentaba cargadito, así que me duché y vestí rápidamente y nos pusimos en camino. Dima dijo que lo mejor sería coger la marshrutka hasta la estación Cherkizovskaya, en la línea roja, para evitarnos transbordos.

Avanzamos unos metros al salir del portal soviet kitsch y nos detuvimos en un punto de la calle en el hacían cola 4 personas. Al principio me pregunté por qué clase de ciencia infusa sabía la gente que ahí había una parada de autobús, porque no había ninguna marquesina ni poste informativo; todo lo que había era una señal azul con el un logotipo que parecía más una furgoneta que un bus. No habían pasado ni 3 minutos cuando frente a la cola se detuvo una especie de furgón muy sucio en cuyo parabrisas colgaba un cartel con un número. Me quedé de piedra y media cuando Dima me hizo un gesto para que subiéramos. Al entrar y ver el interior del vehículo, me dio por pensar que si los autobuses fueran anfibios éste todavía estaría en una fase muy primitiva de renacuajo: había un par de barras verticales para que la gente se agarrase, algunos asientos colocados de forma bastante arbitraria (bastante cómodos, eso sí) y un diagrama muy básico de la ruta pegado a la ventanilla. Los viajeros subían, cogían sitio y luego pasaban los 25 rublos que costaba el billete (unos 60 céntimos) hacia adelante hasta que llegaran al conductor. Me avergoncé ligeramente de mí mismo cuando me sorprendí pensando con cierta culpabilidad lo fácil que resultaría colarse de gorra con ese sistema, y pensé con amargura en que si estuviera en un grupo de españoles, seguramente caería en la tentación de no pagar. Cuando el "autobús" se puso en marcha no pude evitar transmitirle mi sorpresa a Dima, que me explicó que el vehículo era una marshrutka, un tipo de transporte público muy habitual en los países de la antigua CCCP, un poco basado en la línea comunista de los taxis compartidos. Lógicamente también había un sistema de autobús "normal" en Moscú, pero por lo general resultaba mucho más lento y llegaba a menos sitios que la marshrutka. Me pregunté en silencio si la supuesta rapidez de la marshrutka esa compensaría la cantidad de botes y tumbos que daba el puñetero furgón o si simplemente habíamos tenido mala suerte con ese conductor en concreto.



Tras un corto trayecto en la marshrutka tomamos la linea roja del metro y llegamos a Prospekt Vernadskogo, donde otro autobús en fase renacuajo nos acercó hasta la Embajada alemana. Aquél corto trayecto en furgobús sucio me confirmó mis sospechas: en Moscú era normal conducir como si no hubiera un mañana. Tampoco ayudaba el hecho de que las calles, muchas de ellas posiblemente pavimentadas hacía relativamente poco, estuvieran llenas de bache y de placas de hielo.

Después de muchos tumbos e improperios en ruso ininteligible que el conductor de la marshrutka gritaba a todos los demás conductores llegamos a la Embajada alemana. ¿Había dicho que se trataba "simplemente" de recoger el pasaporte? Permitidme omitir el "simplemente": la cola que había delante de la ventanilla de la sección consular podría hacer pensar alguien estaba regalando diamantes detrás del cristal blindado. Pero además había un procedimiento totalmente sencillo y claro para dar el turno: cada persona que llegaba a la cola recibía un numerito de color rojo, azul, verde o amarillo, y el oficial de la ventanilla llamaba números y colores de manera completamente lógica y esperable; es decir, cómo le salía de las santas vergüenzas. Visto el panorama y que con el frío que hacía me apetecía de todo salvo guardar una cola flanqueada por policías rusos con cara de mala balalaika, le dije a Dima que si no le importaba me iría a dar una vuelta y volvería en un cuarto de hora. Según me alejaba con una sonrisa irónica no podía pensar en otra cosa que no fueran los papelitos celeste o rosa del sketch de Antonio Gasalla (no os lo perdáis e imaginaros esto mismo pero en ruso y en la calle, rodeados de nieve):


Hacía tanto frío que no tardé en meterme a curiosear en el primer universam que encontré. Un universam viene a ser lo mismo que un supermercado, o al menos así era en Rusia hasta que tras la perestroika les dio por importar la palabra supermarket al mismo tiempo que las grandes cadenas de hipermercados, de modo que los universam son ahora más bien tiendas de ultramarinos o supermercados de barrio. Como si de alguna suerte de tonto pseudo-exotismo se tratara, me hacía bastante ilusión observar los productos típicos rusos, las etiquetas en cirílico, cómo el diseño gráfico de las marcas difería de aquellas a las que estamos acostumbrados, ver la lista de ingredientes de un paquete de galletas cualquiera y pensar que, si nosotros aprendimos de niños nuestras primeras palabras en francés, portugués o italiano leyendo esos paquetes, los rusos pueden aprender sus primeras palabras en kazajo, georgiano, armenio o azerí... Para rematar ese momento soviet kitsch, en el universam tenían puesta en el hilo musical a Alla Pugacheva, la gran diva de la música rusa, una especie de Rocío Jurado a la soviética que ocupa uno de los primeros puestos en mi lista de placeres culpables musicales. Puesto que ir a un supermercado de barrio exclusivamente para hacer turismo me parecía cuanto menos bochornoso, decidí comprarme una barrita de cereales y un litro de zumo para los desayunos en casa de Dima. Una barrita de cereales. A veces me sorprendo de mi propia originalidad...

Cuando volví a la Embajada le había tocado el turno a Dima y no pasó mucho tiempo hasta que se reunió conmigo, con el visado por fin en sus manos, feliz ante la idea de tener la autorización oficial para poder salir del país. Él había quedado con un amigo suyo en el centro, así que cogimos otra marshrutka hasta la estación de metro más próxima. Entre bote y bote dentro de aquél infernal furgobús miré con curiosidad el visado alemán de Dima. El lugar de nacimiento rezaba "Baku (Azerbaiyán)". No me terminaba de hacer a la idea de que Dima hubiera nacido allí. Por fin bajamos de la marshrutka y cogimos la linea roja de metro hasta la estación Lubyanka, sacudida un año antes por un atentado terrorista, en la plaza donde se encontraba la sede moscovita de la KGB. 


Atravesamos Lubyanka y callejeamos un poco hasta llegar al café Propaganda, uno de los pocos lugares abiertamente declarados gay-friendly en Moscú y definitivamente una cafetería muy apacible, con verandas de hierro forjado de estilo art nouveau y unas llamativas vidrieras. Mientras esperábamos a que trajeran el pedido (ensalada de fruta con yogur y miel), Dima sacó el iPhone y comenzó a trastear con cierta aplicación. Dividido entre mi curiosidad y la extrañeza que por aquél entonces me provocaban todavía las aplicaciones para smartphones (puesto que el único móvil alemán que me había podido permitir no habría desentonado en la Edad de Piedra), lancé más de una mirada furtiva y cotilla hacia el iPhone que a Dima no se le escaparon. Con media sonrisa entre divertida y cínica me explicó que esa aplicación detectaba otros gays con smartphone alrededor y los mostraba en la pantalla. Me dijo que Kostya, el chico al que esperábamos, ya aparecía en la pantalla, de modo que estaría cerca ya. Yo por mi parte me quedé helado: el famoso gaydar, que yo creía cierta facultad intuitiva a lo sexto sentido, resultaba ser una aplicación para smartphone. Se me dibujó una triste sonrisa entre fascinada y cínica. Me fastidiaba todo ese afán tecnológico por meter microchips hasta en la sexualidad, y por otra parte me llevaban los demonios por no tener un gaydar en mi teléfono, que sin duda abriría muchas puertas a los tonteos más inesperados (y a la vez prefabricados). 

Tal y como anticipaba el dichoso Grindr, no tardó en llegar Kostya. Unos centímetros más bajo que yo, era rubio, con los ojos de un azul clarísimo y bastante musculado. Guapísimo. Pasamos un rato agradable hablando de viajes (Kostya quería viajar pronto a Bruselas, donde yo había estado de Erasmus, y pude aconsejarle un par de sitios interesantes) y sobre la cantidad de trámites inútiles que hay que hacer para entrar y salir de Rusia. Y precisamente a mí me quedaba todavía uno por hacer. Cuando Kostya se marchó, Dima y yo nos dirigimos a la oficina de correos en Nikol'skaya ulitsa para registrarme en Moscú. 

En la oficina había varias ventanillas para diferentes propósitos. En la ventanilla de inmigración atendía una señora oronda e inmensa, de mediana edad, con cara de no haberse abierto de piernas por lo menos desde la perestroika. Dima se hizo cargo de la situación y yo me dediqué a curiosear distraidamente los expositores con sellos, las listas de prefijos de los diferentes okrugs de Rusia y esa clase de cosas pequeñas sin mayor importancia que me gusta observar en mis viajes. Sin embargo, no tardaron en captar mi atención unos amenazantes gritos en ruso incomprensible que venían del mostrador de inmigración; me volví y vi a la mujer de la ventanilla chillándole furibunda a Dima cosas que yo no alcanzaba a entender. Todo lo que llegué a captar fue que aquella cosa enorme y sebosa de detrás del mostrador graznaba una y otra vez"Ne sdelayu! Ne budu! Ne uspeete!" (¡No lo haré! ¡No lo haré! ¡No le dará tiempo!), agitaba los papeles con rabia y golpeaba la mesa con un puño del tamaño de mi cabeza en los momentos de cabreo intenso. Acojone instantáneo. Lo único que estaba más claro que las aguas del Baikal es que esa colérica elefanta esteparia no estaba por la labor de facilitarnos los trámites. No sabía si acercarme más, intentar preguntar de qué iba la cosa o simplemente callar e intentar confundirme con la pared. Dima guardaba la calma y seguía intentando que la funcionaria le diera los papeles, pero por mi cabeza habían empezado a desfilar las más absurdas y paranoicas teorías: que se me había pasado el plazo para registrarme y que esa bola de sebo soviético iba a llamar a la policía para que me deportaran, que habría que sobornarla con caviar de Beluga y mucha nata agria para que se calmara, o que ni siquiera llamaría a la policía, que ella misma me mandaría a un gulag siberiano de un mamporro... Finalmente vi con cierto alivio cómo Dima se alejaba del mostrador, afortunadamente ileso, se sentaba en una mesa y empezaba a rellenar unos formularios. Me pareció un buen momento para acercarme a él y preguntarle si todo estaba en orden. Él me tranquilizó y me dijo que había un pequeño problema con la invitación que me hizo para el visado, pero que la mujer gritaba así sencillamente porque no quería trabajar más, que se acercaba la hora de cierre y ella decía que no estaba dispuesta a esperar a que termináramos de rellenar los papeles. Me aconsejó que me fuera a dar un paseo mientras terminaba de solucionar el asunto, después de garantizarme de nuevo que no pasaba nada grave. Yo no las tenía todas conmigo, pero me pareció lo más sensato poner tierra de por medio entre mi cuello y esa funcionaria con disfunción sexual de larga duración. 

Nikol'skaya ulitsa salía directamente a la Plaza Roja, y como hasta entonces sólo la había visto de noche, me pareció una buena idea acercarme a admirarla bajo las luces del atardecer, si bien hacía una ventolera de aúpa que por un instante me hizo considerar la opción de volver a la oficina de correos con la funcionaria histérica... No, no, quita, mejor a la Plaza Roja, con viento o sin él. Apenas unos pasos y una vez más apareció ante mis ojos la impactante vista de la Catedral de San Basilio y las murallas del Kremlin. Me llamó la atención ver la plaza totalmente vacía de turistas o transeuntes; al acercarme más vi que el acceso a ella estaba vallado y algunos policías vigilaban con cara de hastío. Decidido a practicar algo de ruso espontáneo, me acerqué a uno de ellos y le pregunté la razón del cierre. No me enteré de gran cosa, pero deduje que alguien importante tenía que pasar por ahí en breves momentos, posiblemente algún pez gordo que saliera de los palacios gubernamentales del Kremlin. Aproveché para sacar algunas fotografías de la plaza vacía y de la impresionante Catedral proyectada contra un cielo que empezaba a mostrar los cálidos colores del atardecer, que se combinaban a la perfección con el cromatismo de la iglesia. Pero el viento gélido no tardó en hacerse insoportable, de modo que me pareció buena idea aprovechar para visitar la caprichosa Catedral de Kazan', que hacía esquina con Nikol'skaya ulitsa. 

En el interior, la Catedral resultaba cálida y acogedora, lo cual tampoco hubiera sido muy difícil, dado el agreste viento que soplaba sin descanso en la Plaza Roja. La luz de las incontables velas se reflejaba con tibieza en los grabados ocres de las paredes y titilaba rítmicamente en los caracteres cirílicos dorados de las glosas que salpicaban los muros. Algunos fieles, sobre todo mujeres mayores, se santiguaban según el ritual ortodoxo, repetidas veces y primero en el hombro derecho, con un rictus inexpresivo pero movimientos nerviosos y devotos. Había algo en esas personas que me inquietaba a la vez que me conmovía. Recordaba irremediablemente la Catedral Ortodoxa de Belgrado, con los feligreses arrodillados en actitud de sumisa atención mientras sonaba música de ultratumba. Y a la vez, parecía como si aquellas personas se refugiaran en su fé como única vía de escape a las duras condiciones de una nación aún alejada de muchas libertades a las que nosotros estamos tan acostumbrados, y no pude evitar sentir una pena que ni yo mismo alcanzaba a comprender por aquellas mujeres, ajadas de arrugas, envueltas en sus pañuelos seguramente bordados a mano. Al salir a la Plaza Roja, todavía pensativo, reparé en una mendiga que pedía a la puerta de la Catedral. Sentí como si aquella mujer personificara las miserias que se acababan de arremolinar en mi mente al ver el fervor de la fé ortodoxa. Le puse una moneda de 10 rublos en su mano cubierta por un mitón negro deshilachado y volví a la oficina de correos. 

Según entré me dio la bienvenida una mirada asesina de la funcionaria oronda. Pasé de largo no sin cierto miedo y me dirigí hacia Dima, que examinaba los papeles en una mesa. Sin darme más explicaciones me dijo que lo mejor sería ir a otra oficina que abriera hasta más tarde para evitar problemas con burócratas histéricos, de modo que nos pusimos en marcha hacia la oficina de Tverskaya ulitsa. Pero algo se interponía entre nosotros y la oficina de Tverskaya: el más grande y opulento centro comercial de Moscú y de Rusia, una suerte de Harrods, Galerie LaFayette o KaDeWe a la soviética, que se erigía exultante en el lado oeste de la Plaza Roja. Era el ГУМ, Государственный универсальный магазин (Gosudarstvenniy universal'niy magazin o GUM), el Centro Comercial Estatal de Rusia. La idea de visitarlo ganó por goleada a las prisas por acabar los trámites burocráticos, y de pronto nos encontrábamos paseando por aquellas engalanadas galerías distribuídas en tres pisos, salpicadas de rincones ocultos, fuentes, puestos de golosinas, arcos de flores y las tiendas y marcas más chic del país, incluídas, como no, muchas exportadas del extranjero. Como siempre que entro en un establecimiento caro me invadió esa sensación tan incómoda de vivir la vida detrás de un cristal a través del cual puedes ver todo lo que hay, pero que si intentas extender la mano para cogerlo te encuentras con el frío vidrio. Si aprietas mucho te puedes romper las uñas, de modo que en esta ocasión me conformé con dejar las manos quietas y limitarme a admirar esa arquitectura tan soviética que albergaba un universo tan capitalista, un universo que unos años antes hubiera sido impensable.



Al pasar al lado de un segurata me imaginé a la milicia rusa persiguiéndome por una calle sucia de Moscú por no tener el registro como turista y me entró la paranoia, de modo que Dima y yo nos dirigimos a la oficina de correos de Tverskaya ulitsa. Dima volvió a hacerse cargo de la situación e intercambió algunas palabras con la funcionaria de turno, sólo para volverse hacia mí con cara de pocos amigos. Con un suspiro de resignación me contó que el dichoso registro en Moscú me lo tendría que hacer un ciudadano ruso residente y nacido en Moscú, lo cual le descartaba a él, que había sido inscrito en Belgorod a poco de nacer. Había llamado a un amigo suyo para que se encargara de firmar los papeles, y debíamos encontrarnos con él en otra oficina de correos cerca de Chistie prudy. La verdad, yo no sabía donde meterme. Me sentía fatal por hacer a Dima dar tantas vueltas y encima tener que involucrar a una tercera persona que no me conocía de nada. Curiosamente, Dima parecía tener una actitud muy relajada, resignada, al respecto, como si los trámites burocráticos eternos e incómodos fueran el pan de cada día para los rusos, probablemente en muchos más aspectos que una simple visita turística. 

En la estación de Chistie prudy esperaba Igor, el amigo moscovita de Dima que por azares del destino y de la burrocracia iba a darme la llave para poder estar en Moscú sin miedo a tener que sobornar a un policía si le diera por pedirme la identificación. Al salir a la superficie tuve otro de mis momentos de turista de bofetón: en un enorme cartel publicitario frente a la estación de metro aparecía brillante, flamboyante y estrambótica Verka Serduchka, y yo no había podido reprimir un grito de emoción (y por supuesto mi cámara de fotos pareció saltar en mi mano, bajo la mirada de exasperación del pobre Dima). Pasamos de Verka y llegamos a la oficina de correos, que estaba en plena efervescencia aunque hacía rato que había oscurecido y se acercaban las nueve de la noche. Ni por esas nos libramos de guardar cola y rellenar tres o cuatro copias de formularios interminables que Dima e Igor fueron lo suficientemente pacientes como para traducirme sobre la marcha. Por fin, tras tres burrocráticos cuartos de hora, la hostil funcionaria de detrás de la ventanilla me alargó un papelucho que tendría que guardar como oro en paño hasta mi regreso a Berlín. Era el momento de olvidarse por fin de trámites, esperas y burócratas orondas y antipáticas, y qué mejor manera que una buena cena en otro de los bares gay-friendly de Moscú, el Filial. Con el estómago lleno y después de rematar con sendos chupitos soviet kitsch de vodka, la anécdota de la funcionaria agresiva de Nikol'skaya ulitsa parecía hasta tener su gracia, lo cual no impediría a Dima ponerle una denuncia formal en la página web del servicio ruso de correos al día siguiente. Había pensado en pagar la cena como agradecimiento a la paciencia con la que habían resuelto mis follones burocráticos, pero cuando llegó la cuenta Igor fue el más rápido y no admitió discusiones. ¿Quién dijo que los rusos eran agarrados, fríos y austeros? Bueno, quizá los funcionarios de correos. 

P.S. Cosas de la vida, meses después de mi periplo por Moscú, en la biblioteca donde escribo estas líneas acabo de abrir el Grindr en mi propio y deslumbrante smartphone nuevo. Al menos en Salamanca, su utilidad brilla por su ausencia: en la pantalla aparecen siempre las mismas caras.