Thursday 31 March 2011

Из России с любовью (II): Reencuentros en cirílico arcaico

El día amaneció, cauteloso y blanquecino, tras las cortinas soviet kitsch del apartamento. Al despertar tardé una milésima de segundo en darme cuenta de dónde estaba, el tiempo que tardé en ver a Dima durmiendo a mi lado. Igual que el día anterior, en mi cerebro se libraba una breve batalla interna entre la parte de mí que, idealista y soñadora, quería quedarse al abrigo de la manta, en aquellos brazos que me rodeaban con recatada ternura, y la parte que, más práctica, deseaba llegar hasta los rincones más oscuros y recónditos de Moscú. Y, lógicamente, había mucho que visitar.

Nuestra primera parada era el Kremlin, el corazón de la capital y de la Gran Rus. La línea Arbatsko-Pokrovskaya nos llevó hasta la céntrica estación de Arbatskaya. En el metro de Moscú no es habitual que una estación aglomere varias líneas, sino que el andén de cada línea es una estación distinta, con su propio nombre, aunque esté interconectada con otras. Arbatskaya forma el complejo de estaciones interconectadas más grande de la ciudad junto con Borovitskaya, Aleksandrovsy Sad y Biblioteka imeni Lenina, la estación a través de la cual salimos al exterior. Nos recibió como una bofetada una fuerte y repentina ventisca de nieve y viento. La gente apretaba el paso o trataba de refugiarse bajo los soportales de la estación de metro. En el momento en que me fascinaba la belleza de la ciudad engullida por el frío del norte a la vez que me cagaba en todos sus muertos porque me estaba congelando, sonó mi flamante móvil ruso. Respondí a la llamada, ilusionado: era Rita Artyushina, una de las chicas rusas que había conocido en el curso de verano de Heidelberg el año pasado. La tarde anterior, en casa de Dima, me había encargado de envíar mi nuevo número a toda la gente que tenía ganas de ver en Moscú, y Rita fue la primera en responder. Con esa loca alegría tan típica de ella y en una macarrónica mezcla de ruso e inglés partidos por el viento gélido, acordamos en vernos por la tarde.

La entrada al Kremlin quedaba a pocos minutos de la estación de metro. Para cuando llegamos, la ventisca había amainado y nos pusimos a la cola frente a la imponente Torre de la Trinidad (Троицкая башня, Troitskaya bashnya). Frente a nosotros guardaban la fila un grupo de niños de un colegio, a los que la profesora trataba de mantener unidos a grito pelado (Ilya, ne ukhodi! Volodya, idi syuda srazu!). No pude dejar de notar que dos de ellos, con la pinta inconfundible de ser los chulitos de la clase, cuchicheaban entre risas mirándome y señalando mi corte de pelo con muy poca discreción, aunque no le di mayor importancia. Al pasar el arco de metales del control de seguridad me encontré en el puente que daba acceso al Kremlin a través de la Troitskaya, y de pronto se me olvidó el frío que hacía y lo incómodas que resultaban las ráfagas de viento; sólo tenía ojos para capturar tantas perspectivas de aquél monumento como me fuera posible.

El Kremlin, como prácticamente todo en Moscú, queda en gran parte definido por una palabra que le pega mucho a la capital rusa: ogromniy, enorme, impresionante, colosal. Al cruzar el puente y la muralla nos encontrábamos en una esplanada amplísima. A la derecha se alzaba el Palacio Estatal, sede de tantos congresos del Partido Comunista durante la CCCP. Un poco más adelante y a la izquierda, el Senado.Y todavía más allá, pasado el Palacio, se elevaban las múltiples catedrales e iglesias que forman parte la fortaleza y que hacen del Kremlin un complejo monumental Patrimonio de la Humanidad. Un cañón de grandes dimensiones, teñido de verde musgoso por la humedad, apuntaba amenazador hacia el Senado; se trataba del Cañón del Zar, el más grande jamás fabricado. A su lado, majestuosa, la Campana del Zar, reconocida en el Libro Guinness como la mayor del mundo, pero que curiosamente jamás ha cumplido su función de tañir. Curioso ejemplo de record poco o nada práctico... Sin saber por qué se me vino a la cabeza, casi sin poder evitarlo, la burocracia rusa, abundante e increiblemente molesta pero absolutamente inútil. Sin embargo, no era ni el momento ni el lugar para pensamientos cínicos, así que preferí abstraerme un poco y traté de imaginar en qué estado podría quedar una fortaleza si una de las pedazo balas de ese inmenso cañón que tenía delante impactase contra ella, o a qué distancia se podría llegar a oir el tañido de aquella campana descomunal que nunca había sonado...




Algunas ciudades se enorgullecen de tener una sola catedral. He perdido la cuenta de cuántas vi en Moscú, y ya mejor ni entrar a contar las que quedarán que no vi. Sólo en aquella plaza inmensa contenida dentro del Kremlin había tres: la Anunciación, la Asunción y la del Arcángel, a parte de varias iglesias más pequeñas con nombres demasiado largos como el de la Iglesia de la Deposición de la Túnica de la Santa Virgen (bastante más corto en ruso: Церковь Ризоположения, Tserkov' Rizopolozheniya). No recuerdo cuál era cuál porque todas eran muy parecidas: altos muros blancos y cúpulas doradas de estilo bizantino.
El número de cúpulas y la altura de las torres variaba de una iglesia a otra, pero sinceramente estaba demasiado ocupado admirando el arte
bizantino como para quedarme con todos los nombres, tanto más en cuanto que, como agnóstico consecuente, las catedrales del Kremlin me interesaban exclusivamente por su valor artístico. La torre más alta pertenecía al Campanario de Iván el Grande, del que se rumorea que está en el centro geográfico exacto de Moscú. Durante muchos años el edificio más alto de la ciudad, se construyó para compensar la falta de campanarios propios de las tres catedrales, que curiosamente comparten las campanas de esa altísima torre ajena a ellas.


Una tras otra, Dima y yo fuimos entrando en todos los santuarios en que se permitía acceder a los turistas. En la entrada de cada uno de ellos un oficial comprobaba escrupulosamente y sellaba el ticket y vigilaba que nadie hiciera fotografías dentro del templo. El interior de aquellas iglesias me recordó mucho a la primera catedral ortodoxa que había visto en mi vida, dos años antes en Belgrado. Todas tenían en común un estilo más bien sobrio y austero, si bien los iconos aquí estaban más trabajados que los que vi en la capital serbia, los colores (todos en tonos ocres y rojizos) eran algo más vivos y había más luz, lo que creaba un ambiente mucho más acogedor y espiritual que en la catedral de Belgrado, que por oscura y siniestra me dio la impresión de ser el lugar idóneo para una secta satánica. Una de las iglesias (no recuerdo exactamente cuál) era un panteón en el que descansaban los restos de principes de la antigua Rus. Las tumbas estaban delicadamente decoradas con hermosas glosas en eslavo antiguo, el idioma del Cantar de las Huestes de Igor, escritas en un alfabeto cirílico arcaico bellísimo, que en sus formas se acercaba incluso a la escritura árabe, pero en su mayoría ininteligible para mí. Intrigado, le pedí a Dima que me leyera alguna frase para ver cómo sonaba, a lo que me contestó que incluso para un ruso nativo resulta difícil leer algunas de esas letras en desuso. Al cabo de un rato intentando sacar algo en claro aquellos galimatías se me dibujó una gran sonrisa al conseguir identificar algunos de los símbolos extraños comparándolos con las plaquitas explicativas en ruso moderno, y deseé más que nunca seguir estudiando ese precioso idioma, y quizás algún día hasta sería capaz de leer las Byliny en su versión original, o de volver a Moscú y mirar aquellas glosas sin que su significado resultara un misterio para mí...

Para cuando terminamos de explorar el Kremlin la ventisca había vuelto a arreciar, por lo que decidimos que había llegado el momento de un buen café desgangrenante. Nos alejamos de la fortaleza a través de los jardines del Zar Alejandro, ahora marchitos y decaídos bajo aquella cortina de nieve. Intenté imaginar el aspecto espléndido que debía tener el jardín en plena primavera, pero el viento era cada vez más fuerte y me entumecía el cerebro y las yemas de los dedos. La cosa pintaba tan mal que nos metimos en la primera boca de metro que encontramos para llegar hasta Pushkinskaya ploshchad', donde por fin pudimos relajarnos un rato al calor de una taza de café. Pronto amainó la tormenta y el cielo pareció lo suficientemente amable como para salir y encaminarnos hacia el Arbat atravesando los boulevards Tverskoj y Nikitskiy. A pesar del frío resultó un paseo muy agradable: las copas de los árboles estaban cubiertas de escarcha y toda la calle blanca alrededor me trajo a la cabeza el Vals de los Copos de Nieve de Tchaikovsky. Bueno, al menos hasta
que uno de los grandes paneles publicitarios que flanqueaban el boulevard se cargara la magia del momento exhibiendo un cartel del grupo VIA Gra, un trío de... cantantes rusas a las que, a juzgar por su escasa "vestimenta", les gusta desafiar al frío en sus conciertos, y que algún año han intentado sin éxito representar a Rusia en Eurovisión. Como es natural, faltó tiempo para que, con un suspiro de resignación, Dima se viera en la penosa situación de sacarme una foto al lado del cartel. Sí, vale, en ocasiones tengo puntos de turista de bofetón, ya lo sé.

El Arbat es una larga calle peatonal que desde hace siglos ha sido un importante punto comercial en Moscú, y naturalmente sigue siéndolo hoy en día, a la manera actual: tropecientas tiendas de souvenirs con distintos nombres pero idéntica mercancía, una oficina de cambio cada dos pasos (al igual que en su día me sorprendió la cantidad de bancos que había en Polonia, me dejó impresionado la cantidad de oficinas de cambio que hay en la capital rusa, prácticamente una en cada calle, y todas ellas rondando la tasa 1 euro = 40 rublos, kopek arriba kopek abajo), y por supuesto la inevitable huella del capitalismo rampante contra el que Rusia había luchado con uñas y dientes hasta no muchos años atrás: sucursales de bancos internacionales, por lo menos dos Starbucks (perdón, Старбакс), y como irónico colofón, un Макдональдс al final de la calle (quien no sepa leer cirílico, que imagine una M maligna). En una de aquellas tiendas de souvenirs me enamoré de una matryoshka preciosa, delicadamente tallada, cuidada hasta el más mínimo detalle; cada muñeca tenía pintada una escena de un ballet de Tchaikovsky. Me quedé más tieso que la propia matryoshka cuando pregunté el precio: más de 32.000 rublos (unos 800 €). Y eso con el 20% de descuento ya aplicado, según me dijo la dependienta. Fue un consuelo salir a la calle y encontrar a apenas unos metros del Starbucks un puesto ambulante de libros de segunda mano, a unos 30 rublos por libro (75 céntimos), posiblemente lo más auténtico que había en el Arbat aquella tarde lluviosa. 

Pasada la M maligna, el Arbat sale al Sadovoye kol'tso, la más central de las rondas que rodean la capital de forma concéntrica. Allí ante mis ojos quedó una descomunal torre de oficinas de inconfundible estilo stalinista, con el escudo de la CCCP emblasonado en los pisos superiores, justo debajo de la aguja. Dima me dijo que era la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, y que edificios prácticamente igual que ese había siete en todo Moscú, y son conocidos como "Las Siete Hermanas". El frío y la lluvia habían vuelto con toda su crudeza pero yo tenía que sacarle alguna foto a aquél coloso soviético antes de meternos en la cafetería más cercana que encontramos al calor de otro café desgangrenante. 


Se acercaban las 7 de la tarde y había quedado con Rita en encontrarnos a esa hora en la estacion Mendeleevskaya, de modo que una vez recargadas las pilas a base de chutes de cafeína Dima y yo nos pusimos en camino. Rita me había escrito que Dasha no podría venir, pero que Sasha sí que iría, y estaba impaciente por verlas a las dos mientras me paseaba de un lado a otro del andén y los moscovitas a mi alrededor iban y venían, serios, con ganas de subir al tren y llegar a su casa a relajarse después del trabajo. Justo cuando Dima me sugería llamar a mi amiga por teléfono para ver si habían llegado ya, la ví esperando junto con Sasha al lado de una columna. Contra todo protocolo soviético de estación de metro, Rita y yo nos saludamos y abrazamos ruidosa y escandalosamente, tal y como nos habíamos conocido en Heidelberg. Por un momento me vino claramente a la cabeza esa escena de la película Stilyagi en la que los protagonistas, desafiando las estrictas normas sociales de la CCCP, corrían despreocupados y jubilosos hacia el último metro del día mientras los grises moscovitas les lanzaban miradas de reproche. Me pregunté fugazmente si Dima, tímido y frío como aparentaba ser, reprobaría mi actitud tan desenfadada, pero luego en el café al que fuimos a tomar algo con las chicas comprobé con cierto alivio que se sentía relajado y a gusto con ellas. En realidad me preocupaba ligeramente la posibilidad de que la personalidad alocada y extrovertida de Rita chocara con la timidez de Dima y el ambiente resultara incómodo para todos, y me alegré mucho de que no fuera así. Pasé un rato muy agradable recordando con las chicas aquél verano inolvidable en Heidelberg (la loca discoteca de Neuenheimer Feld, el bar de absenta, los discursos filosóficos de nuestro amigo Alex Zawodniak cuando llevaba dos copas de más...) y la breve visita de Dasha y Rita a Berlín, con el ritual de la sambuca y el breve idilio entre Rita y Nick, mi compañero de piso, que había acabado de forma abrupta cuando Nick se enamoró de una chica de Berlín. En un momento en que Dima fue al servicio, en medio de marujiles risitas tontas, no pudimos evitar comentar lo guapo y lo tímido que era. El tiempo pasó volando, como siempre durante los buenos ratos, y pronto tuvimos que recogernos para coger el metro a casa antes de que cerraran las líneas. De vuelta en la estación reparé con una sonrisa en la curiosa forma de las lámparas que iluminaban los enormes andenes; claro, estación Mendeleevskaya...



Estaba realmente agotado después de aquél largo día. No veía el momento de llegar a casa y descansar toda la noche. Aunque, pensándolo bien, en el programa de esta noche bien cabían otras opciones, si Dima estaba de acuerdo...

 

Из России с любовью (I): Soviet kitsch

22 de marzo. 8:24 de la mañana. Amanece en Berlín: la primavera recién estrenada anunciaba un día soleado, espléndido, ideal para irse con la bici hasta Müggelsee, Wannsee, o los bosques de Köpenick.

Sin embargo, yo y mi maleta cargada de ilusiones y expectativas (y cerrada con mucha dificultad a eso de las 5 de la madrugada), teníamos otros planes. En la estación de U-Bahn Möckernbrücke, último repaso: pasaporte con visado incluído, billete, cámara de fotos, móvil, iPod... Все в порядке. Todo en orden. Un corto trayecto en la U7 hasta Jakob-Kaiser-Platz y bus X9, lleno de ejecutivos trajeados y algún que otro backpacker, hasta el aeropuerto de Tegel. Me había asegurado de llegar con tiempo de sobra para poder comprar algún detalle para Dima y unos auriculares nuevos para asegurarme de que este viaje tuviera su imprescindible banda sonora. 

Después de facturar y pasar por los tediosos controles de seguridad me senté a esperar a que llamaran para embarcar. A 30 minutos de la salida del avión, con t.A.T.u. sonando en el iPod, los operarios abrieron la puerta de embarque. A diferencia de casi todos los vuelos que había cogido hasta ahora, en los que se podía oir una variada mezcla de idiomas en la cola, aquél día sólo se oía a la gente cuchicheando en ruso. El embarque fue rápido y al cabo de unos minutos el Boeing de AirBerlin con destino a Moscú se elevaba sobre la ciudad que despertaba miles de metros por debajo de nosotros.

Cuando viajo en avión me gusta relajarme y disfrutar del viaje; encontrar formas caprichosas en las nubes, adivinar ciudades y accidentes geográficos que se ven si el día está despejado... Pero esta ocasión tenía ganas de que el vuelo transcurriese rápido. Y como suele ocurrir cuando esperas que el tiempo avance deprisa, sucede lo contrario y los minutos se hacen eternos, así que aquél vuelo de apenas 2 horas y media pareció durar por lo menos 6. Y por fin el avión se escoró ligeramente hacia abajo y las azafatas empezaron a asegurarse de que todos apagábamos nuestros aparatos electrónicos para aterrizar. Pero yo nunca apago mi iPod durante los aterrizajes, me resulta emocionante tocar tierra con la banda sonora adecuada. Y la banda sonora adecuada para este momento era el Finale de la Suite Pirogov de Shostakovich.
Las densas nubes que cubrían el oblast de Moscú se fueron abriendo lentamente al comienzo de la música que, intrigante y misteriosa, comenzaba a construír su melodía. Con las primeras líneas melódicas entraron los vientos y se difuminó la última nube, y ante mis ojos apareció la nevada Rusia, helada todavía en el mes de marzo. Las casitas con los tejados espolvoreados de blanco, los coches que circulaban por las anchas autopistas que rodean la capital y los campos de verde oscuro con parches de nieve se acercaban cada vez más mientras la orquesta se alegraba y se aproximaba de forma inminente a su clímax. Y de pronto la pista de aterrizaje del aeropuerto de Domodedovo quedó a la vista, y al son de los últimos compases brillantes de la suite el avión tocó tierra y se detuvo ante la terminal. No era una fantasía: estaba en Rusia, a pocos kilómetros de aquella ciudad a la que deseaba ir desde hacía ya algunos años, y no cabía en mí de ganas de ver carteles en alfabeto cirílico, atravesar los suburbios de la capital rusa hasta llegar al centro y, sobre todo, de encontrarme con Dima.

Con el himno de Rusia sonando en mi iPod (en ocasiones me sorprendo y hasta me avergüenzo de mis propias incoherencias cuando se trata de himnos que consiguen emocionarme) llegué al control de pasaportes. El trámite fue más rápido de lo que me esperaba, si bien el controlador aduanero comprobó concienzudamente mi visado antes de ponerle el sello y permitirme la entrada. Ya en la terminal me dirigí al mostrador de British Airways, donde Dima me dijo que me esperaría. Mientras atravesaba el enorme aeropuerto me preguntaba en qué lugar exactamente habría estallado aquella bomba que se llevó por delante las vidas de 35 personas hacía apenas unas semanas. En la terminal había multitud de taxistas que ofrecían sus servicios a los recién llegados (en Rusia los taxis no llevan taxímetro, sino que hay que convenir el precio con el conductor antes del trayecto). Después de rechazar a 3 o 4 taxistas vi a Dima ante el mostrador de British Airways; llevaba la bandolera que compró en Berlín durante su última visita, el móvil en la mano, y estaba guapísimo con esa chaqueta de cuero. Al verme me sonrió, nos saludamos con un tímido y recatado abrazo y fuimos hasta la estación de tren del aeropuerto para tomar el Aeroexpress hasta Moscú.

El Aeroexpress me recordó vagamente a aquellos trenes polacos con los asientos empolvados y anticuados. El trayecto hasta el centro de Moscú duraba cerca de una hora, pero toda la periferia de la ciudad es inmensa  y se extiende más de 50 km de norte a sur, de modo que enseguida pude ver los enormes y característicos bloques de apartamentos típicos de las ciudades soviéticas. Las vías del tren circulaban prácticamente a nivel de la calle y no estaban separadas de ésta por una valla, y los peatones paseaban tranquilamente a escasos metros de éstas. Cuando, sorprendido, se lo comenté a Dima, él me contestó que no había peligro alguno siempre y cuando no caminaras por la propia vía, y el tono acostumbrado con que lo dijo me desconcertó todavía más. No tardamos en llegar a la estación de Paveletsky, en la que nos apeamos del tren y descendimos a coger el metro. El metro... casi podía notar mi cámara de fotos saltando de felicidad en mi bolso de mano.

La estación de Paveletsky es de las más discretas que componen la red de metro, y aún así es impresionante. Rondaban las 5 de la tarde y los andenes estaban atestados de gente que salía del trabajo ansiosa por regresar a casa. Nunca hasta entonces había visto trenes tan a rebosar, ni siquiera en Londres. Cada 2 minutos, quizá incluso menos, pasaba un tren, y sin embargo pasó un rato hasta que llegó uno en el que pudimos apretarnos una maleta, Dima y yo. Dos paradas en la línea Zamoskvoretskaya, transbordo en la Plaza de la Revolución a la línea Arbatsko-Pokrovskaya y por fin llegamos a la estación Partizanskaya, el el okrug Este, cerca del apartamento de mi amigo. Durante unos 10 minutos caminamos por calles anchas y embarradas: parte de la nieve empezaba a fundirse y la ciudad tenía un aspecto antipático, como si el invierno se hubiera cebado con ella y se resistiera a marcharse. Me invadió una sensación extraña, parecida a la que sentí en Belgrado hace 2 años, cómo si aquella gran ciudad, capital del que fuera un enorme imperio, quisiera intimidar a través de su grandeza. Y, sin embargo, había mucha fachada en esa grandeza: de cerca, aquellos enormes edificios se veían antiguos y agrietados, las calles estaban sucias y llenas de baches y los peatones tenían el semblante serio y duro que caracteriza a muchos europeos del Este, el mismo semblante que Dima mostraba en su rostro mientras caminaba a mi lado, pero que se iluminaba con una tímida sonrisa de complicidad cuando nuestras miradas se cruzaban en un instante. En una de esas miradas furtivas mientras atravesávamos el paseo Okruzhnoj me di cuenta de que Moscú también se mostraría más amable cuando la conociera un poco mejor. Bueno, tenía una semana para ello.

Giramos a la izquierda y llegamos al bloque donde vive Dima. El portal era tan soviético como el resto del edificio: los buzones estaban torcidos y destartalados, el ascensor rugía escandalosamente al subir y bajar y el papel pintado de las paredes se desprendía a trozos. Soviet kitsch total, y cómo no, me provocó una especie de placer culpable. Un placer culpable que se intensificó al entrar al apartamento de Dima, que me trasladó por un instante a la película Moscú no cree en lágrimas: alfombras anticuadas, paredes con descorchones, cortinas empolvadas y los muebles con el estampados pasados de moda. Y a pesar de todo, hogareño y extrañamente encantador. Eran las 6, la noche ya había caído como un manto sobre la ciudad, y parte de mí quería quedarse en el sofá con Dima bajo una manta, pero otra parte más fuerte quería salir a recibir las primeras impresiones de Moscú, y finalmente fue esta última la que ganó la disputa mental.



De nuevo Dima y yo tomamos el metro hasta la estación Площадь Революции (Ploshchad' Revolyutsii, Plaza de la Revolución). Al salir de la estación nos dio la bienvenida el magnífico Teatro Bolshoi, en el que algún día puedo prometer y prometo que veré El Cascanueces o El Lago de los Cisnes (no pudo ser en esta ocasión, viajaba en plan presupuestario-estudiantil y el Bolshoi no es precisamente barato).

Mientras atravesábamos la Plaza de la Revolución le pregunté a Dima si estábamos muy lejos de la Plaza Roja. Con una de sus sonrisas tímidas, me señaló el enorme edificio rojo que teníamos a nuestra izquierda y me dijo que la Plaza Roja se encontraba justo detrás, y que allí nos dirigíamos. Aquello me pilló completamente desprevenido, de algún modo me había imaginado llegar al corazón de Moscú como una suerte de "premio" tras un largo paseo por las frías calles moscovitas, pero lo cierto es que estaba ahí, a apenas unos metros de distancia. El corazón me latió con fuerza cuando giramos a la izquierda y quedamos de frente a una gran puerta roja de dos arcadas: las Puertas del Domingo (Воскресенье Ворота, Voskresenye Vorota).


Y allí al fondo, a través de la arcada de la derecha, estaba ese gran "premio" a años de espera para llegar a Moscú y verlo en vivo; a través de las Puertas del Domingo, ante nosotros se extendía la Plaza Roja (Красная Площадь, Krasnaya Ploshchad'), enorme y magistral. A nuestra izquierda, el ГУМ (GUM), la galería comercial más grande y lujosa de Rusia brillaba, como si fuera Navidad, engalanada con multitud de luces.



A la derecha, de un rojo vivo, las murallas del Kremlin, con aquella gigantesca torre de vigía, y el mausoleo del gran Lenin, cuidadosamente vallado y con las letras Л Е Н И Н en marmol oscuro.



Y allá, al final de la plaza, como si de una colosal tarta de fresa se tratara, se alzaba majestuosa la Catedral de San Basilio, brillando espléndida en la noche moscovita con sus cúpulas de colores caprichosos. Y de pronto, al estar allí frente a la catedral ortodoxa más icónica de Rusia y del mundo, con aquel chico rubio de ojos azules a mi lado, todo cayó sobre mí como una lluvia de júbilo: estaba en Moscú, en la mismísima Plaza Roja, y un sueño más se hacía realidad.


Me hubiera pasado horas paseando de un lado a otro de la Plaza y tratando de admirar la Catedral, el Mausoleo y cada rincón desde cualquier ángulo posible, pero realmente el clima no acompañaba mucho y había empezado a nevar ligeramente, de modo que decidimos que era el momento de ir a cenar a algún sitio cálido. Los mercaderes de la Plaza de la Revolución habían empezado a recoger sus puestos ambulantes con matryoshkas y otros recuerdos soviet kitsch, seguramente más por lo tarde que era que por el frío, me dio por pensar. Tras una última mirada a la Plaza Roja y un corto y gélido paseo llegamos a Тverskaya ulitsa (Тверская улица), la calle más ajetreada y animada de Moscú. Dima me había conseguido un viejo teléfono prestado de un amigo suyo que no lo necesitaba y me aconsejó comprar una tarjeta SIM, ya que las tarifas en Rusia son baratísimas. Bueno, eso de viejo es un decir, porque era un señor smartphone que ya lo querría yo para mí... Compré una tarjeta con un saldo de 300 rublos (unos 15 euros) con una tarifa de rublo y medio (2,5 céntimos) por minuto o mensaje. ¡Tirado! +7 (8) 903 734 12 45. Yo con número de teléfono ruso... Qué ilusión más tonta, pero ¡qué ilusión!

Entramos a cenar a un restaurante de comida rápida rusa llamado Teremok, cuya especialidad son los bliny, una especie de crêpes que se comen dulces o saladas. Un blin de cerezas ácidas con un vaso de kvas (especie de cerveza rusa sin alcohol) fue el toque final una prometedora bienvenida a Moscú. O casi final, ya que la guinda del pastel llegaría un rato más tarde, de vuelta al apartamento, lejos de miradas acusadoras o inquisitivas, al abrigo de una manta, sin necesidad de mostrar al mundo un semblante serio y sometido por una sociedad difícil...

Добрый вечер, Москва. Спокойной ночи, мой милый друг.




Willkommen, bienvenue, welcome...


Glücklich zu sehen, je suis enchanté, happy to see you. Bleibe! Reste! Stay! 

Sometimes you arrive home and suddenly feel the need to tell. To tell something. To tell somebody about something. But most times you're just too tired, uninspired, or simply apathetic...

As always, the first step is the most hard to take, cause you can give it in any possible direction. 360º around you make it difficult to decide where to go.

But alas, I put my compass in my pocket and took the first step. The route can be always changed, but at least now I have one. Who knows which beautiful sights, rocky paths and fellow travellers will I encounter. Nobody knows, but that's OK. 

Welcome to this little corner of mine. Have a strawberry, pour some champagne and enjoy.