Tuesday 1 November 2011

Из России с любовью (IV): Si King Kong jugase con cubitos...

Aquél viernes se despertó soleado y capitalista: después del empacho de burrocracia post-comunista del día anterior, la perspectiva de visitar el símbolo del Moscú del siglo XXI no parecía tan aterradora; a fin de cuentas, siempre podría ponerme cínico cuando llegáramos allí. Cinismos aparte, el Centro Internacional de Negocios de Moscú (Московский Международный Деловой Центр), también conocido como Moscow-City, es uno de los must-see de la capital rusa hoy día, mal que me pese, y en todo caso no me hubiera querido ir de Moscú sin verlo, de modo que Dima y yo cogimos el metro y nos dirigimos hacia, cómo no, el oeste de la ciudad, donde se emplaza este conjunto pantagruélico e histriónico de edificios contemporáneos.

Después de un trayecto que incluyó dos transbordos e infinidad de miradas reprobatorias por parte de los estirados y grises usuarios del metro, que parecían encontrar mis pitillos color lavanda demasiado poco ortodoxos, llegamos a la estación Vystavochnaya, que muy poco tenía que ver con la sobrecogedora estética soviética y megalómana de las estaciones principales del centro de la ciudad. Se trataba de una estación moderna, funcional, de líneas elegantes y asépticas, que no hubiera desentonado en cualquier ciudad europea de tamaño medio. Sentí como si aquél tren nos hubiera sacado de Moscú y nos hubiera llevado a una ciudad completamente distinta, alejada del pasado soviético. Pese a la limpieza y la amplitud de aquella estación no pude evitar una inexplicable incomodidad, que se acentuó cuando salimos a la superficie y nos deslumbró la luz del sol de invierno reflejada sobre aquellos impresionantes rascacielos de cristal que conforman la Moscow-City, que se erigen altaneros en un meandro del río Moskva y se reflejan, vanidosos, en sus aguas.

Cruzamos el puente Bagration hacia el otro lado del río Moskva, para poder observar mejor aquellas moles de cristal. La estética del puente seguía las líneas limpias, modernistas y asépticas de los rascacielos y de la estación del complejo. Mientras observaba el reflejo del sol en el río, en las ventanas de los edificios y en el propio vidrio que cubría los lados del puente, crecía en mí la sensación de no estar en Moscú; podría fácilmente estar en un distrito financiero de Boston, de Nueva York o de Seattle.

Con todo, cuando Dima y yo llegamos al otro lado del río, desde donde se divisan con todo su esplendor capitalista los edificios de la Moscow-City, no pude dejar de admirar aquellos monstruos vanidosos de acero y cristal. De algunos sólo se veía el esqueleto de hierro y andamios, pero la mayoría ya estaban acabados, quizá alguno ya estuviera en funcionamiento. Captaron especialmente mi atención los dos más altos, dos torres resplandecientes que parecían prismas apilados, como si King Kong hubiera visitado Moscú y en vez de coger a una chica le hubiera dado por jugar con cubitos de construcción como los de los niños, pero a su propia escala. Sin embargo, pasada la primera impresión, aquellos rascacielos parecían resplandecer mucho menos; como una nube negra, me volvió a invadir ese sentimiento que me acompañaba como una sombra por las calles de Moscú, como si aquella enorme ciudad llena de una historia propia de la que el Kremlin era buque insignia quisiera sepultar ese pasado en el olvido y vender su identidad al ideal capitalista contra el que habían luchado durante tantos años. En mi cabeza apareció de pronto el bloque de apartamentos donde vivía Dima, uno de tantos bloques que forman las ciudades ex-comunistas, antiguos, ajados, agrietados, algunos casi en ruinas. Y mientras la mayor parte de la población de la ciudad vivía en aquellos edificios que luchaban contra el paso del tiempo, en aquél meandro del río crecía, a golpe de talonario, aquella City de brillo hipócrita que perdía cada vez más resplandor ante mis ojos según se arremolinaban en mi cabeza todos estos pensamientos.


Aunque quizá aquellos gigantescos edificios habían dejado de resplandecer porque el cielo se había ido cubriendo de nubes y un caprichoso viento gélido empezaba a soplar. Tras esa breve visita a la faceta más capitalista de la Moscú "del siglo XXI" volví a tener un mono tremendo de soviet kitsch, y en todo caso el vientecillo que se acababa de levantar animaba a ponerse a caminar, de modo que Dima y yo tomamos rumbo hacia el cercano Парк Победы, el Parque de la Victoria.

El viento soplaba cada vez más fuerte mientras cruzábamos el tercero de los anillos concéntricos que circunvalan Moscú de dentro a fuera y atravesábamos Kutuzovskiy Prospekt, una avenida flanqueada por enormes edificios de apartamentos soviéticos, ajados y agrietados, oscurecidos y algo siniestros. Ante nuestros ojos, en una isleta de la ancha avenida, apareció el Arco de Triunfo construído para conmemorar la victoria sobre Napoleón. Y a través de él, al final de una esplanada inmensa adornada con fuentes que se iluminan de rojo sangre por la noche, se erigía el altísimo obelisco de la llamada Colina de la Sumisión, un pirulí de exactamente 141,8 metros de altura, 10 cm por cada día que duró la Segunda Guerra Mundial. La colina recibe en ruso el nombre de Поклонная гора, de un verbo que significa "arrodillarse", pues históricamente se decía que todos los visitantes procedentes de Occidente debían rendir homenaje en este lugar. Mis simpatías hacia lo soviet kitsch tienen un límite y lo de arrodillarme me parecía excesivo, de modo que me limité a admirar el imponente obelisco desde todos sus ángulos. Junto a la base llena de loas y alabanzas a los caídos en la guerra descansaban varias coronas de flores, y culminaba el conjunto una intimidante estatua de San Jorge. Desde lo más alto contemplaba la ciudad Niké, diosa de la victoria. En la esplanada, formando un semicírculo por detrás del obelisco, el Museo Monumental de la Victoria Soviética. Y cómo no, omnipresente, silbando entre la columnata del museo, bailando su danza invernal en torno al obelisco, haciéndome tiritar como un cachorrillo, el frío del norte como guinda de este pastel de megalomanía soviética en el que yo me sentía tan minúsculo como una motita de harina. ¿No querías un antídoto soviet kitsch contra la sobredosis de capitalismo con la que empezó el día? Pues toma dos tazas.


Al otro lado de la esplanada y de la columnata semicircular se extiende el Parque de la Victoria propiamente dicho, una enorme extensión verde y arbolada, que ahora aparecía ante nuestros ojos blanca, agreste, cubierta de nieve y hielo. En otras condiciones hubiera deseado internarme en lo más profundo de los árboles y sentir por un momento que estoy en medio de ninguna parte, pero el frío penetrante me quitó las ganas. A nuestra izquierda quedaba una sinagoga de planta cuadrada que completaba las tres religiones presentes en todo el parque, ya que también había una catedral ortodoxa y una mezquita. Y en torno a la sinagoga se levantaban unas inquietantes estatuas, grises como las nubes que se cernían cada vez más densas sobre nosotros, que formaban en conjunto el memorial para las víctimas del Holocausto. Las estatuas formaban como una fila sinuosa en la que las primeras figuras representaban personas tristes y demacradas, que iban decreciendo en altura y se iban convirtiendo progresivamente en las lápidas con obituarios en diferentes idiomas (ruso, ucraniano, polaco, yiddish, lituano, letón, estoniano...) que cerraban la fila de esculturas. Dima y yo las contemplamos durante minutos, en silencio reverencial. Incluso sin la nieve y el frío ártico hubiera sido un espectáculo sobrecogedor y ligeramente espeluznante.



El frío intenso y el macabro memorial nos había dejado bajos de defensas: era el momento oportuno para tomar un buen café desgangrenante antes de volver a la zona central para comer. Dima tenía que cubrir el turno de noche en la redacción del canal de noticias para el que trabajaba pero antes quería llevarme al restaurante donde, según él, servían los mejores pirogi de Moscú. En el momento en que descendíamos los incontables escalones de la estación de metro del Parque de la Victoria, la más profunda de la ciudad, el viento arreciaba de manera amenazante y había comenzado a nevar con fuerza. Cuando, tras el trayecto en metro, salimos a la superficie en Arbatskaya, la ventolera se había convertido en una auténtica ventisca; una cortina gélida y densa de nieve, hielo y viento dejaba apenas ver unos metros por delante y el frío cortante se metía como un cuchillo hasta los huesos. Suerte que el sitio al que me guíaba Dima entre la tempestad estaba a tiro de piedra de la estación... Al calor del restaurante nos devolvió la energía un platito de ricos pirogi calentitos, y cuando salimos a la calle la ventisca había amainado considerablemente. No teníamos muchas ganas de ir muy lejos, de modo que entramos a curiosear en el Globus de Tverskaya ulitsa, la librería más importante de Rusia. Igual que el día anterior en el universam, me hacía una ilusión inexplicable ver aquellas filas de libros exclusivamente en ruso. Inmediatamente me vinieron a la cabeza muchas cosas: el cuento del Halcón Altanero que nos contaba mi madre a mi hermana y a mí cuando éramos niños, el Pradillo de los Bueyes por el que discutían hasta tirarse de los pelos Natalia Stepanovna e Ivan Vasilyevich en la obra de Chekhov, la muñequita de Vasilisa Belleza Sin Par, que libraba a su joven y hermosa dueña de la crueldad de Baba Yaga a cambio de las sobras de la comida... Lástima que no me quedaba mucho tiempo para curiosear, pues Dima debía marcharse a trabajar y yo había quedado con mi amiga Rita en la estación de Lubyanka para ir a cenar juntos. Al salir de la librería, antes de marcharse, Dima me regaló una guía de Moscú que había comprado en Globus mientras yo fantaseaba y curioseaba. Era una guía muy completa, totalmente en ruso pero, por lo que pude sacar de un primer vistazo que le eché emocionado, comprensible. Era curioso cómo Dima, que me exasperaba a veces con su frialdad y distancia, me seguía sorprendiendo con detalles como ese. Le di las gracias y él se marchó esbozando una de sus sonrisas tímidas. Me puse en marcha hacia Lubyanka hojeando distraídamente la guía. Sólo un detalle me hizo sonreír con cierta amargura: la foto de portada no era del Kremlin, la Catedral de San Basilio o el panorama de la ciudad desde el Monte de las Golondrinas, sino las dos torres de la Moscow-City que hubiera armado King Kong si jugase con cubitos.

De camino a Lubyanka atravesé la Plaza de la Revolución y Nikol'skaya ulitsa, donde recordé con medio escalofrío a la funcionaria obesa del día anterior. En la calle del bar Propaganda había otra sucursal de la librería Globus. Al verla se me ocurrió una idea genial, pero no quería llegar tarde a mi cita con Rita. Cuando llegué a Lubyanka y nos encontramos, le pregunté si querría acompañarme un momento a Globus, a lo que respondió, risueña, que por supuesto. En la librería, Rita me ayudó a buscar los libros que quería, todos ellos en ruso: una antología de teatro de Chekhov, en la que no podían faltar Los Perjuicios del Tabaco y Una Petición de Mano, el libro séptimo de Harry Potter, y otro cierto librillo que me hacía especial ilusión... Se me dibujó una gran sonrisa cuando la arisca librera que nos había atendido apareció con él y me lo alargó. Me llevaría dos ejemplares, por supuesto. Muy satisfecho, salí de la librería con Rita. Misión cumplida, pensé. Otro cantar será cómo meter los libros en la maleta...

Rita y yo fuimos a cenar a un restaurante muy in de la zona llamado ПирОГИ. Tan in que estaba abarrotado y nos tocó esperar para conseguir mesa. Cuando por fin nos sentamos frente a frente, me di cuenta de lo mucho que había echado de menos a Rita: su espontaneidad, su sonrisa amable y comprensiva, su visión tan abierta del mundo... Y también pensé en lo mucho que seguía echando de menos Heidelberg, y tanta gente a la que allí había conocido y con la que seguramente volvería a encontrarme en otros lugares del mundo. Quién me iba a decir a mí, menos de un año antes, que la próxima vez que vería a Rita sería en un restaurante chic de Moscú tomando manzanas calientes caramelizadas con miel y frutos secos. Nuestra conversación no tardó en alejarse de Heidelberg y llegar hasta Berlín, donde nos habíamos visto por última vez, y donde Rita se había enamorado casi sin quererlo de mi compañero de piso australiano, que ahora estaba saliendo con una chica algo esquizofrénica del barrio de Neukölln, para congoja de mi amiga rusa. Desde Berlín, nuestras palabras viajaron hasta el momento presente en Moscú, en el ПирОГИ, cuando le comenté a Rita de cómo Dima me parecía como un libro en cirílico arcaico, escrito en aquellos símbolos casi incomprensibles que había visto en las catedrales del Kremlin:
un libro bello por fuera, pero casi imposible de entender, críptico y reservado. Le conté a mi amiga lo difícil que me resultaba interpretar sus silencios, sus sonrisas tímidas, su frialdad por momentos y esos detalles tan suyos que sabía tener en el momento oportuno... Nada nos pareció más adecuado a Rita y a mí que curar las dudas del corazón con nuestro ritual de la sambuca, un ritual que ella me había enseñado la última vez que nos vimos, en Berlín: se toma un vaso de chupito de sambuca con dos granos de café, se flambea la sambuca con un mechero y se vuelca sobre un vaso más grande. Rápidamente hay que voltear el vaso de chupito sobre un posavasos, pillando el borde de una pajita de modo que uno de los extremos quede aprisionado entre el vaso y el posavasos. A continuación, hay que beberse de un trago la sambuca que ya no arde, masticar los granos de café e inmediatamente chupar por la pajita los vapores que quedaron del flambeado en el vaso de chupito vuelto. Если любовь беда, кричай просто "На здоровые!".        
   
Se acercaban las 12 de la noche y todavía quería acompañar a Rita hasta la estación de Komsomolskaya con tiempo suficiente para coger el último tren que me llevaría a casa de Dima. Komsomolskaya, la estación dedicada a las juventudes comunistas de la Unión Soviética era una de las joyas de la corona de la red de metro moscovita: unas inmensas columnas de mármol oscuro sostenían el techo abovedado y las múltiples pasarelas que conectaban los andenes y los pasajes con acceso a los trenes estaban engalanados hasta el último detalle. Por encima de la estación, ajena a los trenes que circulan por ella a intervalos minúsculos de tiempo, Komsomolskaya Ploshchad', una de las plazas más ajetreadas de Moscú brillaba con luz propia en la noche gélida. El concurrido ágora es también conocido como Plaza de las Tres Estaciones, pues tres de las más importantes rutas ferroviarias de Rusia llegan a su final en este lugar: al oeste, la Estación de Leningrado
(Leningradskiy Bokzal), que conecta con San Petersburgo; hacia el sureste, la Estación de Kazan' (Kazan'skiy Bokzal), que conduce a las ciudades esteparias del centro de Rusia, como Yekaterinburg o Ryazan; y hacia el este, la estación de Yaroslavl (Yaroslavskiy Bokzal), el comienzo de la línea del Transsiberiano hacia el lejano oriente ruso. Y allí, de pie en aquél punto de unión de tres rutas que atraviesan la Madre Rusia, deseé poder volver a Moscú, a esa misma Plaza de las Juventudes Comunistas, ataviado con una capa de viaje y una maleta no muy pesada para tomar un tren. ¿Hacia Yekaterinburg y la Siberia esteparia? ¿Quizá el trayecto imperial entre Moscú y San Petersburgo? ¿O tal vez tomaré el Transsiberiano sin parada hasta Mongolia? Sólo el tiempo lo dirá.

         

Me despedí de Rita y cogí el metro hasta Partizanskaya con un breve transbordo en la espléndida estación de Kurskaya. Un día más llegaba al apartamento de Dima atiborrado de pensamientos, sensaciones e imágenes. Saqué los libros que había comprado y los acómodé en la maleta: la antología de Chekhov, la versión rusa de Las Reliquias de la Muerte y los dos ejemplares de aquél librillo que me había emocionado encontrar: los cuentos rusos que me contaba mi madre en versión original, con las exquisitas ilustraciones de Ivan Bilibin. Coloqué con sumo cuidado una de las copias en mi maleta, entre dos jerseys; la otra la dejé a mano, para poder regalársela a Dima justo antes de marcharme de Moscú. 

Monday 17 October 2011

Из России с любовью (III): Burrocracia soviética

Cuando desperté, Dima estaba al ordenador leyendo su correo electrónico. Estaba bien entrada la mañana y mi amigo me dijo que tenía que ir a partir de las 14 a la Embajada de Alemania para recoger su visado, pues planeaba viajar a Berlín en abril, y me preguntó si no me importaba acompañarle o si prefería hacer otra cosa por mi cuenta. Puesto que se trataba simplemente de pasar a recoger el pasaporte pensé que mejor sería ir con él. El boletín matinal, sin embargo, no acabó ahí: Dima me recordó que todavía tenía que registrarme oficialmente como inmigrante-turista en Rusia, y que sería mejor hacerlo sin falta aquella misma mañana si no quería tener problemas. Ay, ingenuo de mí, yo que creía que con todo el tinglado del visado y con la tarjeta de inmigración que me habían sellado en la aduana tenía más que suficiente... El día se presentaba cargadito, así que me duché y vestí rápidamente y nos pusimos en camino. Dima dijo que lo mejor sería coger la marshrutka hasta la estación Cherkizovskaya, en la línea roja, para evitarnos transbordos.

Avanzamos unos metros al salir del portal soviet kitsch y nos detuvimos en un punto de la calle en el hacían cola 4 personas. Al principio me pregunté por qué clase de ciencia infusa sabía la gente que ahí había una parada de autobús, porque no había ninguna marquesina ni poste informativo; todo lo que había era una señal azul con el un logotipo que parecía más una furgoneta que un bus. No habían pasado ni 3 minutos cuando frente a la cola se detuvo una especie de furgón muy sucio en cuyo parabrisas colgaba un cartel con un número. Me quedé de piedra y media cuando Dima me hizo un gesto para que subiéramos. Al entrar y ver el interior del vehículo, me dio por pensar que si los autobuses fueran anfibios éste todavía estaría en una fase muy primitiva de renacuajo: había un par de barras verticales para que la gente se agarrase, algunos asientos colocados de forma bastante arbitraria (bastante cómodos, eso sí) y un diagrama muy básico de la ruta pegado a la ventanilla. Los viajeros subían, cogían sitio y luego pasaban los 25 rublos que costaba el billete (unos 60 céntimos) hacia adelante hasta que llegaran al conductor. Me avergoncé ligeramente de mí mismo cuando me sorprendí pensando con cierta culpabilidad lo fácil que resultaría colarse de gorra con ese sistema, y pensé con amargura en que si estuviera en un grupo de españoles, seguramente caería en la tentación de no pagar. Cuando el "autobús" se puso en marcha no pude evitar transmitirle mi sorpresa a Dima, que me explicó que el vehículo era una marshrutka, un tipo de transporte público muy habitual en los países de la antigua CCCP, un poco basado en la línea comunista de los taxis compartidos. Lógicamente también había un sistema de autobús "normal" en Moscú, pero por lo general resultaba mucho más lento y llegaba a menos sitios que la marshrutka. Me pregunté en silencio si la supuesta rapidez de la marshrutka esa compensaría la cantidad de botes y tumbos que daba el puñetero furgón o si simplemente habíamos tenido mala suerte con ese conductor en concreto.



Tras un corto trayecto en la marshrutka tomamos la linea roja del metro y llegamos a Prospekt Vernadskogo, donde otro autobús en fase renacuajo nos acercó hasta la Embajada alemana. Aquél corto trayecto en furgobús sucio me confirmó mis sospechas: en Moscú era normal conducir como si no hubiera un mañana. Tampoco ayudaba el hecho de que las calles, muchas de ellas posiblemente pavimentadas hacía relativamente poco, estuvieran llenas de bache y de placas de hielo.

Después de muchos tumbos e improperios en ruso ininteligible que el conductor de la marshrutka gritaba a todos los demás conductores llegamos a la Embajada alemana. ¿Había dicho que se trataba "simplemente" de recoger el pasaporte? Permitidme omitir el "simplemente": la cola que había delante de la ventanilla de la sección consular podría hacer pensar alguien estaba regalando diamantes detrás del cristal blindado. Pero además había un procedimiento totalmente sencillo y claro para dar el turno: cada persona que llegaba a la cola recibía un numerito de color rojo, azul, verde o amarillo, y el oficial de la ventanilla llamaba números y colores de manera completamente lógica y esperable; es decir, cómo le salía de las santas vergüenzas. Visto el panorama y que con el frío que hacía me apetecía de todo salvo guardar una cola flanqueada por policías rusos con cara de mala balalaika, le dije a Dima que si no le importaba me iría a dar una vuelta y volvería en un cuarto de hora. Según me alejaba con una sonrisa irónica no podía pensar en otra cosa que no fueran los papelitos celeste o rosa del sketch de Antonio Gasalla (no os lo perdáis e imaginaros esto mismo pero en ruso y en la calle, rodeados de nieve):


Hacía tanto frío que no tardé en meterme a curiosear en el primer universam que encontré. Un universam viene a ser lo mismo que un supermercado, o al menos así era en Rusia hasta que tras la perestroika les dio por importar la palabra supermarket al mismo tiempo que las grandes cadenas de hipermercados, de modo que los universam son ahora más bien tiendas de ultramarinos o supermercados de barrio. Como si de alguna suerte de tonto pseudo-exotismo se tratara, me hacía bastante ilusión observar los productos típicos rusos, las etiquetas en cirílico, cómo el diseño gráfico de las marcas difería de aquellas a las que estamos acostumbrados, ver la lista de ingredientes de un paquete de galletas cualquiera y pensar que, si nosotros aprendimos de niños nuestras primeras palabras en francés, portugués o italiano leyendo esos paquetes, los rusos pueden aprender sus primeras palabras en kazajo, georgiano, armenio o azerí... Para rematar ese momento soviet kitsch, en el universam tenían puesta en el hilo musical a Alla Pugacheva, la gran diva de la música rusa, una especie de Rocío Jurado a la soviética que ocupa uno de los primeros puestos en mi lista de placeres culpables musicales. Puesto que ir a un supermercado de barrio exclusivamente para hacer turismo me parecía cuanto menos bochornoso, decidí comprarme una barrita de cereales y un litro de zumo para los desayunos en casa de Dima. Una barrita de cereales. A veces me sorprendo de mi propia originalidad...

Cuando volví a la Embajada le había tocado el turno a Dima y no pasó mucho tiempo hasta que se reunió conmigo, con el visado por fin en sus manos, feliz ante la idea de tener la autorización oficial para poder salir del país. Él había quedado con un amigo suyo en el centro, así que cogimos otra marshrutka hasta la estación de metro más próxima. Entre bote y bote dentro de aquél infernal furgobús miré con curiosidad el visado alemán de Dima. El lugar de nacimiento rezaba "Baku (Azerbaiyán)". No me terminaba de hacer a la idea de que Dima hubiera nacido allí. Por fin bajamos de la marshrutka y cogimos la linea roja de metro hasta la estación Lubyanka, sacudida un año antes por un atentado terrorista, en la plaza donde se encontraba la sede moscovita de la KGB. 


Atravesamos Lubyanka y callejeamos un poco hasta llegar al café Propaganda, uno de los pocos lugares abiertamente declarados gay-friendly en Moscú y definitivamente una cafetería muy apacible, con verandas de hierro forjado de estilo art nouveau y unas llamativas vidrieras. Mientras esperábamos a que trajeran el pedido (ensalada de fruta con yogur y miel), Dima sacó el iPhone y comenzó a trastear con cierta aplicación. Dividido entre mi curiosidad y la extrañeza que por aquél entonces me provocaban todavía las aplicaciones para smartphones (puesto que el único móvil alemán que me había podido permitir no habría desentonado en la Edad de Piedra), lancé más de una mirada furtiva y cotilla hacia el iPhone que a Dima no se le escaparon. Con media sonrisa entre divertida y cínica me explicó que esa aplicación detectaba otros gays con smartphone alrededor y los mostraba en la pantalla. Me dijo que Kostya, el chico al que esperábamos, ya aparecía en la pantalla, de modo que estaría cerca ya. Yo por mi parte me quedé helado: el famoso gaydar, que yo creía cierta facultad intuitiva a lo sexto sentido, resultaba ser una aplicación para smartphone. Se me dibujó una triste sonrisa entre fascinada y cínica. Me fastidiaba todo ese afán tecnológico por meter microchips hasta en la sexualidad, y por otra parte me llevaban los demonios por no tener un gaydar en mi teléfono, que sin duda abriría muchas puertas a los tonteos más inesperados (y a la vez prefabricados). 

Tal y como anticipaba el dichoso Grindr, no tardó en llegar Kostya. Unos centímetros más bajo que yo, era rubio, con los ojos de un azul clarísimo y bastante musculado. Guapísimo. Pasamos un rato agradable hablando de viajes (Kostya quería viajar pronto a Bruselas, donde yo había estado de Erasmus, y pude aconsejarle un par de sitios interesantes) y sobre la cantidad de trámites inútiles que hay que hacer para entrar y salir de Rusia. Y precisamente a mí me quedaba todavía uno por hacer. Cuando Kostya se marchó, Dima y yo nos dirigimos a la oficina de correos en Nikol'skaya ulitsa para registrarme en Moscú. 

En la oficina había varias ventanillas para diferentes propósitos. En la ventanilla de inmigración atendía una señora oronda e inmensa, de mediana edad, con cara de no haberse abierto de piernas por lo menos desde la perestroika. Dima se hizo cargo de la situación y yo me dediqué a curiosear distraidamente los expositores con sellos, las listas de prefijos de los diferentes okrugs de Rusia y esa clase de cosas pequeñas sin mayor importancia que me gusta observar en mis viajes. Sin embargo, no tardaron en captar mi atención unos amenazantes gritos en ruso incomprensible que venían del mostrador de inmigración; me volví y vi a la mujer de la ventanilla chillándole furibunda a Dima cosas que yo no alcanzaba a entender. Todo lo que llegué a captar fue que aquella cosa enorme y sebosa de detrás del mostrador graznaba una y otra vez"Ne sdelayu! Ne budu! Ne uspeete!" (¡No lo haré! ¡No lo haré! ¡No le dará tiempo!), agitaba los papeles con rabia y golpeaba la mesa con un puño del tamaño de mi cabeza en los momentos de cabreo intenso. Acojone instantáneo. Lo único que estaba más claro que las aguas del Baikal es que esa colérica elefanta esteparia no estaba por la labor de facilitarnos los trámites. No sabía si acercarme más, intentar preguntar de qué iba la cosa o simplemente callar e intentar confundirme con la pared. Dima guardaba la calma y seguía intentando que la funcionaria le diera los papeles, pero por mi cabeza habían empezado a desfilar las más absurdas y paranoicas teorías: que se me había pasado el plazo para registrarme y que esa bola de sebo soviético iba a llamar a la policía para que me deportaran, que habría que sobornarla con caviar de Beluga y mucha nata agria para que se calmara, o que ni siquiera llamaría a la policía, que ella misma me mandaría a un gulag siberiano de un mamporro... Finalmente vi con cierto alivio cómo Dima se alejaba del mostrador, afortunadamente ileso, se sentaba en una mesa y empezaba a rellenar unos formularios. Me pareció un buen momento para acercarme a él y preguntarle si todo estaba en orden. Él me tranquilizó y me dijo que había un pequeño problema con la invitación que me hizo para el visado, pero que la mujer gritaba así sencillamente porque no quería trabajar más, que se acercaba la hora de cierre y ella decía que no estaba dispuesta a esperar a que termináramos de rellenar los papeles. Me aconsejó que me fuera a dar un paseo mientras terminaba de solucionar el asunto, después de garantizarme de nuevo que no pasaba nada grave. Yo no las tenía todas conmigo, pero me pareció lo más sensato poner tierra de por medio entre mi cuello y esa funcionaria con disfunción sexual de larga duración. 

Nikol'skaya ulitsa salía directamente a la Plaza Roja, y como hasta entonces sólo la había visto de noche, me pareció una buena idea acercarme a admirarla bajo las luces del atardecer, si bien hacía una ventolera de aúpa que por un instante me hizo considerar la opción de volver a la oficina de correos con la funcionaria histérica... No, no, quita, mejor a la Plaza Roja, con viento o sin él. Apenas unos pasos y una vez más apareció ante mis ojos la impactante vista de la Catedral de San Basilio y las murallas del Kremlin. Me llamó la atención ver la plaza totalmente vacía de turistas o transeuntes; al acercarme más vi que el acceso a ella estaba vallado y algunos policías vigilaban con cara de hastío. Decidido a practicar algo de ruso espontáneo, me acerqué a uno de ellos y le pregunté la razón del cierre. No me enteré de gran cosa, pero deduje que alguien importante tenía que pasar por ahí en breves momentos, posiblemente algún pez gordo que saliera de los palacios gubernamentales del Kremlin. Aproveché para sacar algunas fotografías de la plaza vacía y de la impresionante Catedral proyectada contra un cielo que empezaba a mostrar los cálidos colores del atardecer, que se combinaban a la perfección con el cromatismo de la iglesia. Pero el viento gélido no tardó en hacerse insoportable, de modo que me pareció buena idea aprovechar para visitar la caprichosa Catedral de Kazan', que hacía esquina con Nikol'skaya ulitsa. 

En el interior, la Catedral resultaba cálida y acogedora, lo cual tampoco hubiera sido muy difícil, dado el agreste viento que soplaba sin descanso en la Plaza Roja. La luz de las incontables velas se reflejaba con tibieza en los grabados ocres de las paredes y titilaba rítmicamente en los caracteres cirílicos dorados de las glosas que salpicaban los muros. Algunos fieles, sobre todo mujeres mayores, se santiguaban según el ritual ortodoxo, repetidas veces y primero en el hombro derecho, con un rictus inexpresivo pero movimientos nerviosos y devotos. Había algo en esas personas que me inquietaba a la vez que me conmovía. Recordaba irremediablemente la Catedral Ortodoxa de Belgrado, con los feligreses arrodillados en actitud de sumisa atención mientras sonaba música de ultratumba. Y a la vez, parecía como si aquellas personas se refugiaran en su fé como única vía de escape a las duras condiciones de una nación aún alejada de muchas libertades a las que nosotros estamos tan acostumbrados, y no pude evitar sentir una pena que ni yo mismo alcanzaba a comprender por aquellas mujeres, ajadas de arrugas, envueltas en sus pañuelos seguramente bordados a mano. Al salir a la Plaza Roja, todavía pensativo, reparé en una mendiga que pedía a la puerta de la Catedral. Sentí como si aquella mujer personificara las miserias que se acababan de arremolinar en mi mente al ver el fervor de la fé ortodoxa. Le puse una moneda de 10 rublos en su mano cubierta por un mitón negro deshilachado y volví a la oficina de correos. 

Según entré me dio la bienvenida una mirada asesina de la funcionaria oronda. Pasé de largo no sin cierto miedo y me dirigí hacia Dima, que examinaba los papeles en una mesa. Sin darme más explicaciones me dijo que lo mejor sería ir a otra oficina que abriera hasta más tarde para evitar problemas con burócratas histéricos, de modo que nos pusimos en marcha hacia la oficina de Tverskaya ulitsa. Pero algo se interponía entre nosotros y la oficina de Tverskaya: el más grande y opulento centro comercial de Moscú y de Rusia, una suerte de Harrods, Galerie LaFayette o KaDeWe a la soviética, que se erigía exultante en el lado oeste de la Plaza Roja. Era el ГУМ, Государственный универсальный магазин (Gosudarstvenniy universal'niy magazin o GUM), el Centro Comercial Estatal de Rusia. La idea de visitarlo ganó por goleada a las prisas por acabar los trámites burocráticos, y de pronto nos encontrábamos paseando por aquellas engalanadas galerías distribuídas en tres pisos, salpicadas de rincones ocultos, fuentes, puestos de golosinas, arcos de flores y las tiendas y marcas más chic del país, incluídas, como no, muchas exportadas del extranjero. Como siempre que entro en un establecimiento caro me invadió esa sensación tan incómoda de vivir la vida detrás de un cristal a través del cual puedes ver todo lo que hay, pero que si intentas extender la mano para cogerlo te encuentras con el frío vidrio. Si aprietas mucho te puedes romper las uñas, de modo que en esta ocasión me conformé con dejar las manos quietas y limitarme a admirar esa arquitectura tan soviética que albergaba un universo tan capitalista, un universo que unos años antes hubiera sido impensable.



Al pasar al lado de un segurata me imaginé a la milicia rusa persiguiéndome por una calle sucia de Moscú por no tener el registro como turista y me entró la paranoia, de modo que Dima y yo nos dirigimos a la oficina de correos de Tverskaya ulitsa. Dima volvió a hacerse cargo de la situación e intercambió algunas palabras con la funcionaria de turno, sólo para volverse hacia mí con cara de pocos amigos. Con un suspiro de resignación me contó que el dichoso registro en Moscú me lo tendría que hacer un ciudadano ruso residente y nacido en Moscú, lo cual le descartaba a él, que había sido inscrito en Belgorod a poco de nacer. Había llamado a un amigo suyo para que se encargara de firmar los papeles, y debíamos encontrarnos con él en otra oficina de correos cerca de Chistie prudy. La verdad, yo no sabía donde meterme. Me sentía fatal por hacer a Dima dar tantas vueltas y encima tener que involucrar a una tercera persona que no me conocía de nada. Curiosamente, Dima parecía tener una actitud muy relajada, resignada, al respecto, como si los trámites burocráticos eternos e incómodos fueran el pan de cada día para los rusos, probablemente en muchos más aspectos que una simple visita turística. 

En la estación de Chistie prudy esperaba Igor, el amigo moscovita de Dima que por azares del destino y de la burrocracia iba a darme la llave para poder estar en Moscú sin miedo a tener que sobornar a un policía si le diera por pedirme la identificación. Al salir a la superficie tuve otro de mis momentos de turista de bofetón: en un enorme cartel publicitario frente a la estación de metro aparecía brillante, flamboyante y estrambótica Verka Serduchka, y yo no había podido reprimir un grito de emoción (y por supuesto mi cámara de fotos pareció saltar en mi mano, bajo la mirada de exasperación del pobre Dima). Pasamos de Verka y llegamos a la oficina de correos, que estaba en plena efervescencia aunque hacía rato que había oscurecido y se acercaban las nueve de la noche. Ni por esas nos libramos de guardar cola y rellenar tres o cuatro copias de formularios interminables que Dima e Igor fueron lo suficientemente pacientes como para traducirme sobre la marcha. Por fin, tras tres burrocráticos cuartos de hora, la hostil funcionaria de detrás de la ventanilla me alargó un papelucho que tendría que guardar como oro en paño hasta mi regreso a Berlín. Era el momento de olvidarse por fin de trámites, esperas y burócratas orondas y antipáticas, y qué mejor manera que una buena cena en otro de los bares gay-friendly de Moscú, el Filial. Con el estómago lleno y después de rematar con sendos chupitos soviet kitsch de vodka, la anécdota de la funcionaria agresiva de Nikol'skaya ulitsa parecía hasta tener su gracia, lo cual no impediría a Dima ponerle una denuncia formal en la página web del servicio ruso de correos al día siguiente. Había pensado en pagar la cena como agradecimiento a la paciencia con la que habían resuelto mis follones burocráticos, pero cuando llegó la cuenta Igor fue el más rápido y no admitió discusiones. ¿Quién dijo que los rusos eran agarrados, fríos y austeros? Bueno, quizá los funcionarios de correos. 

P.S. Cosas de la vida, meses después de mi periplo por Moscú, en la biblioteca donde escribo estas líneas acabo de abrir el Grindr en mi propio y deslumbrante smartphone nuevo. Al menos en Salamanca, su utilidad brilla por su ausencia: en la pantalla aparecen siempre las mismas caras.  

Thursday 31 March 2011

Из России с любовью (II): Reencuentros en cirílico arcaico

El día amaneció, cauteloso y blanquecino, tras las cortinas soviet kitsch del apartamento. Al despertar tardé una milésima de segundo en darme cuenta de dónde estaba, el tiempo que tardé en ver a Dima durmiendo a mi lado. Igual que el día anterior, en mi cerebro se libraba una breve batalla interna entre la parte de mí que, idealista y soñadora, quería quedarse al abrigo de la manta, en aquellos brazos que me rodeaban con recatada ternura, y la parte que, más práctica, deseaba llegar hasta los rincones más oscuros y recónditos de Moscú. Y, lógicamente, había mucho que visitar.

Nuestra primera parada era el Kremlin, el corazón de la capital y de la Gran Rus. La línea Arbatsko-Pokrovskaya nos llevó hasta la céntrica estación de Arbatskaya. En el metro de Moscú no es habitual que una estación aglomere varias líneas, sino que el andén de cada línea es una estación distinta, con su propio nombre, aunque esté interconectada con otras. Arbatskaya forma el complejo de estaciones interconectadas más grande de la ciudad junto con Borovitskaya, Aleksandrovsy Sad y Biblioteka imeni Lenina, la estación a través de la cual salimos al exterior. Nos recibió como una bofetada una fuerte y repentina ventisca de nieve y viento. La gente apretaba el paso o trataba de refugiarse bajo los soportales de la estación de metro. En el momento en que me fascinaba la belleza de la ciudad engullida por el frío del norte a la vez que me cagaba en todos sus muertos porque me estaba congelando, sonó mi flamante móvil ruso. Respondí a la llamada, ilusionado: era Rita Artyushina, una de las chicas rusas que había conocido en el curso de verano de Heidelberg el año pasado. La tarde anterior, en casa de Dima, me había encargado de envíar mi nuevo número a toda la gente que tenía ganas de ver en Moscú, y Rita fue la primera en responder. Con esa loca alegría tan típica de ella y en una macarrónica mezcla de ruso e inglés partidos por el viento gélido, acordamos en vernos por la tarde.

La entrada al Kremlin quedaba a pocos minutos de la estación de metro. Para cuando llegamos, la ventisca había amainado y nos pusimos a la cola frente a la imponente Torre de la Trinidad (Троицкая башня, Troitskaya bashnya). Frente a nosotros guardaban la fila un grupo de niños de un colegio, a los que la profesora trataba de mantener unidos a grito pelado (Ilya, ne ukhodi! Volodya, idi syuda srazu!). No pude dejar de notar que dos de ellos, con la pinta inconfundible de ser los chulitos de la clase, cuchicheaban entre risas mirándome y señalando mi corte de pelo con muy poca discreción, aunque no le di mayor importancia. Al pasar el arco de metales del control de seguridad me encontré en el puente que daba acceso al Kremlin a través de la Troitskaya, y de pronto se me olvidó el frío que hacía y lo incómodas que resultaban las ráfagas de viento; sólo tenía ojos para capturar tantas perspectivas de aquél monumento como me fuera posible.

El Kremlin, como prácticamente todo en Moscú, queda en gran parte definido por una palabra que le pega mucho a la capital rusa: ogromniy, enorme, impresionante, colosal. Al cruzar el puente y la muralla nos encontrábamos en una esplanada amplísima. A la derecha se alzaba el Palacio Estatal, sede de tantos congresos del Partido Comunista durante la CCCP. Un poco más adelante y a la izquierda, el Senado.Y todavía más allá, pasado el Palacio, se elevaban las múltiples catedrales e iglesias que forman parte la fortaleza y que hacen del Kremlin un complejo monumental Patrimonio de la Humanidad. Un cañón de grandes dimensiones, teñido de verde musgoso por la humedad, apuntaba amenazador hacia el Senado; se trataba del Cañón del Zar, el más grande jamás fabricado. A su lado, majestuosa, la Campana del Zar, reconocida en el Libro Guinness como la mayor del mundo, pero que curiosamente jamás ha cumplido su función de tañir. Curioso ejemplo de record poco o nada práctico... Sin saber por qué se me vino a la cabeza, casi sin poder evitarlo, la burocracia rusa, abundante e increiblemente molesta pero absolutamente inútil. Sin embargo, no era ni el momento ni el lugar para pensamientos cínicos, así que preferí abstraerme un poco y traté de imaginar en qué estado podría quedar una fortaleza si una de las pedazo balas de ese inmenso cañón que tenía delante impactase contra ella, o a qué distancia se podría llegar a oir el tañido de aquella campana descomunal que nunca había sonado...




Algunas ciudades se enorgullecen de tener una sola catedral. He perdido la cuenta de cuántas vi en Moscú, y ya mejor ni entrar a contar las que quedarán que no vi. Sólo en aquella plaza inmensa contenida dentro del Kremlin había tres: la Anunciación, la Asunción y la del Arcángel, a parte de varias iglesias más pequeñas con nombres demasiado largos como el de la Iglesia de la Deposición de la Túnica de la Santa Virgen (bastante más corto en ruso: Церковь Ризоположения, Tserkov' Rizopolozheniya). No recuerdo cuál era cuál porque todas eran muy parecidas: altos muros blancos y cúpulas doradas de estilo bizantino.
El número de cúpulas y la altura de las torres variaba de una iglesia a otra, pero sinceramente estaba demasiado ocupado admirando el arte
bizantino como para quedarme con todos los nombres, tanto más en cuanto que, como agnóstico consecuente, las catedrales del Kremlin me interesaban exclusivamente por su valor artístico. La torre más alta pertenecía al Campanario de Iván el Grande, del que se rumorea que está en el centro geográfico exacto de Moscú. Durante muchos años el edificio más alto de la ciudad, se construyó para compensar la falta de campanarios propios de las tres catedrales, que curiosamente comparten las campanas de esa altísima torre ajena a ellas.


Una tras otra, Dima y yo fuimos entrando en todos los santuarios en que se permitía acceder a los turistas. En la entrada de cada uno de ellos un oficial comprobaba escrupulosamente y sellaba el ticket y vigilaba que nadie hiciera fotografías dentro del templo. El interior de aquellas iglesias me recordó mucho a la primera catedral ortodoxa que había visto en mi vida, dos años antes en Belgrado. Todas tenían en común un estilo más bien sobrio y austero, si bien los iconos aquí estaban más trabajados que los que vi en la capital serbia, los colores (todos en tonos ocres y rojizos) eran algo más vivos y había más luz, lo que creaba un ambiente mucho más acogedor y espiritual que en la catedral de Belgrado, que por oscura y siniestra me dio la impresión de ser el lugar idóneo para una secta satánica. Una de las iglesias (no recuerdo exactamente cuál) era un panteón en el que descansaban los restos de principes de la antigua Rus. Las tumbas estaban delicadamente decoradas con hermosas glosas en eslavo antiguo, el idioma del Cantar de las Huestes de Igor, escritas en un alfabeto cirílico arcaico bellísimo, que en sus formas se acercaba incluso a la escritura árabe, pero en su mayoría ininteligible para mí. Intrigado, le pedí a Dima que me leyera alguna frase para ver cómo sonaba, a lo que me contestó que incluso para un ruso nativo resulta difícil leer algunas de esas letras en desuso. Al cabo de un rato intentando sacar algo en claro aquellos galimatías se me dibujó una gran sonrisa al conseguir identificar algunos de los símbolos extraños comparándolos con las plaquitas explicativas en ruso moderno, y deseé más que nunca seguir estudiando ese precioso idioma, y quizás algún día hasta sería capaz de leer las Byliny en su versión original, o de volver a Moscú y mirar aquellas glosas sin que su significado resultara un misterio para mí...

Para cuando terminamos de explorar el Kremlin la ventisca había vuelto a arreciar, por lo que decidimos que había llegado el momento de un buen café desgangrenante. Nos alejamos de la fortaleza a través de los jardines del Zar Alejandro, ahora marchitos y decaídos bajo aquella cortina de nieve. Intenté imaginar el aspecto espléndido que debía tener el jardín en plena primavera, pero el viento era cada vez más fuerte y me entumecía el cerebro y las yemas de los dedos. La cosa pintaba tan mal que nos metimos en la primera boca de metro que encontramos para llegar hasta Pushkinskaya ploshchad', donde por fin pudimos relajarnos un rato al calor de una taza de café. Pronto amainó la tormenta y el cielo pareció lo suficientemente amable como para salir y encaminarnos hacia el Arbat atravesando los boulevards Tverskoj y Nikitskiy. A pesar del frío resultó un paseo muy agradable: las copas de los árboles estaban cubiertas de escarcha y toda la calle blanca alrededor me trajo a la cabeza el Vals de los Copos de Nieve de Tchaikovsky. Bueno, al menos hasta
que uno de los grandes paneles publicitarios que flanqueaban el boulevard se cargara la magia del momento exhibiendo un cartel del grupo VIA Gra, un trío de... cantantes rusas a las que, a juzgar por su escasa "vestimenta", les gusta desafiar al frío en sus conciertos, y que algún año han intentado sin éxito representar a Rusia en Eurovisión. Como es natural, faltó tiempo para que, con un suspiro de resignación, Dima se viera en la penosa situación de sacarme una foto al lado del cartel. Sí, vale, en ocasiones tengo puntos de turista de bofetón, ya lo sé.

El Arbat es una larga calle peatonal que desde hace siglos ha sido un importante punto comercial en Moscú, y naturalmente sigue siéndolo hoy en día, a la manera actual: tropecientas tiendas de souvenirs con distintos nombres pero idéntica mercancía, una oficina de cambio cada dos pasos (al igual que en su día me sorprendió la cantidad de bancos que había en Polonia, me dejó impresionado la cantidad de oficinas de cambio que hay en la capital rusa, prácticamente una en cada calle, y todas ellas rondando la tasa 1 euro = 40 rublos, kopek arriba kopek abajo), y por supuesto la inevitable huella del capitalismo rampante contra el que Rusia había luchado con uñas y dientes hasta no muchos años atrás: sucursales de bancos internacionales, por lo menos dos Starbucks (perdón, Старбакс), y como irónico colofón, un Макдональдс al final de la calle (quien no sepa leer cirílico, que imagine una M maligna). En una de aquellas tiendas de souvenirs me enamoré de una matryoshka preciosa, delicadamente tallada, cuidada hasta el más mínimo detalle; cada muñeca tenía pintada una escena de un ballet de Tchaikovsky. Me quedé más tieso que la propia matryoshka cuando pregunté el precio: más de 32.000 rublos (unos 800 €). Y eso con el 20% de descuento ya aplicado, según me dijo la dependienta. Fue un consuelo salir a la calle y encontrar a apenas unos metros del Starbucks un puesto ambulante de libros de segunda mano, a unos 30 rublos por libro (75 céntimos), posiblemente lo más auténtico que había en el Arbat aquella tarde lluviosa. 

Pasada la M maligna, el Arbat sale al Sadovoye kol'tso, la más central de las rondas que rodean la capital de forma concéntrica. Allí ante mis ojos quedó una descomunal torre de oficinas de inconfundible estilo stalinista, con el escudo de la CCCP emblasonado en los pisos superiores, justo debajo de la aguja. Dima me dijo que era la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, y que edificios prácticamente igual que ese había siete en todo Moscú, y son conocidos como "Las Siete Hermanas". El frío y la lluvia habían vuelto con toda su crudeza pero yo tenía que sacarle alguna foto a aquél coloso soviético antes de meternos en la cafetería más cercana que encontramos al calor de otro café desgangrenante. 


Se acercaban las 7 de la tarde y había quedado con Rita en encontrarnos a esa hora en la estacion Mendeleevskaya, de modo que una vez recargadas las pilas a base de chutes de cafeína Dima y yo nos pusimos en camino. Rita me había escrito que Dasha no podría venir, pero que Sasha sí que iría, y estaba impaciente por verlas a las dos mientras me paseaba de un lado a otro del andén y los moscovitas a mi alrededor iban y venían, serios, con ganas de subir al tren y llegar a su casa a relajarse después del trabajo. Justo cuando Dima me sugería llamar a mi amiga por teléfono para ver si habían llegado ya, la ví esperando junto con Sasha al lado de una columna. Contra todo protocolo soviético de estación de metro, Rita y yo nos saludamos y abrazamos ruidosa y escandalosamente, tal y como nos habíamos conocido en Heidelberg. Por un momento me vino claramente a la cabeza esa escena de la película Stilyagi en la que los protagonistas, desafiando las estrictas normas sociales de la CCCP, corrían despreocupados y jubilosos hacia el último metro del día mientras los grises moscovitas les lanzaban miradas de reproche. Me pregunté fugazmente si Dima, tímido y frío como aparentaba ser, reprobaría mi actitud tan desenfadada, pero luego en el café al que fuimos a tomar algo con las chicas comprobé con cierto alivio que se sentía relajado y a gusto con ellas. En realidad me preocupaba ligeramente la posibilidad de que la personalidad alocada y extrovertida de Rita chocara con la timidez de Dima y el ambiente resultara incómodo para todos, y me alegré mucho de que no fuera así. Pasé un rato muy agradable recordando con las chicas aquél verano inolvidable en Heidelberg (la loca discoteca de Neuenheimer Feld, el bar de absenta, los discursos filosóficos de nuestro amigo Alex Zawodniak cuando llevaba dos copas de más...) y la breve visita de Dasha y Rita a Berlín, con el ritual de la sambuca y el breve idilio entre Rita y Nick, mi compañero de piso, que había acabado de forma abrupta cuando Nick se enamoró de una chica de Berlín. En un momento en que Dima fue al servicio, en medio de marujiles risitas tontas, no pudimos evitar comentar lo guapo y lo tímido que era. El tiempo pasó volando, como siempre durante los buenos ratos, y pronto tuvimos que recogernos para coger el metro a casa antes de que cerraran las líneas. De vuelta en la estación reparé con una sonrisa en la curiosa forma de las lámparas que iluminaban los enormes andenes; claro, estación Mendeleevskaya...



Estaba realmente agotado después de aquél largo día. No veía el momento de llegar a casa y descansar toda la noche. Aunque, pensándolo bien, en el programa de esta noche bien cabían otras opciones, si Dima estaba de acuerdo...

 

Из России с любовью (I): Soviet kitsch

22 de marzo. 8:24 de la mañana. Amanece en Berlín: la primavera recién estrenada anunciaba un día soleado, espléndido, ideal para irse con la bici hasta Müggelsee, Wannsee, o los bosques de Köpenick.

Sin embargo, yo y mi maleta cargada de ilusiones y expectativas (y cerrada con mucha dificultad a eso de las 5 de la madrugada), teníamos otros planes. En la estación de U-Bahn Möckernbrücke, último repaso: pasaporte con visado incluído, billete, cámara de fotos, móvil, iPod... Все в порядке. Todo en orden. Un corto trayecto en la U7 hasta Jakob-Kaiser-Platz y bus X9, lleno de ejecutivos trajeados y algún que otro backpacker, hasta el aeropuerto de Tegel. Me había asegurado de llegar con tiempo de sobra para poder comprar algún detalle para Dima y unos auriculares nuevos para asegurarme de que este viaje tuviera su imprescindible banda sonora. 

Después de facturar y pasar por los tediosos controles de seguridad me senté a esperar a que llamaran para embarcar. A 30 minutos de la salida del avión, con t.A.T.u. sonando en el iPod, los operarios abrieron la puerta de embarque. A diferencia de casi todos los vuelos que había cogido hasta ahora, en los que se podía oir una variada mezcla de idiomas en la cola, aquél día sólo se oía a la gente cuchicheando en ruso. El embarque fue rápido y al cabo de unos minutos el Boeing de AirBerlin con destino a Moscú se elevaba sobre la ciudad que despertaba miles de metros por debajo de nosotros.

Cuando viajo en avión me gusta relajarme y disfrutar del viaje; encontrar formas caprichosas en las nubes, adivinar ciudades y accidentes geográficos que se ven si el día está despejado... Pero esta ocasión tenía ganas de que el vuelo transcurriese rápido. Y como suele ocurrir cuando esperas que el tiempo avance deprisa, sucede lo contrario y los minutos se hacen eternos, así que aquél vuelo de apenas 2 horas y media pareció durar por lo menos 6. Y por fin el avión se escoró ligeramente hacia abajo y las azafatas empezaron a asegurarse de que todos apagábamos nuestros aparatos electrónicos para aterrizar. Pero yo nunca apago mi iPod durante los aterrizajes, me resulta emocionante tocar tierra con la banda sonora adecuada. Y la banda sonora adecuada para este momento era el Finale de la Suite Pirogov de Shostakovich.
Las densas nubes que cubrían el oblast de Moscú se fueron abriendo lentamente al comienzo de la música que, intrigante y misteriosa, comenzaba a construír su melodía. Con las primeras líneas melódicas entraron los vientos y se difuminó la última nube, y ante mis ojos apareció la nevada Rusia, helada todavía en el mes de marzo. Las casitas con los tejados espolvoreados de blanco, los coches que circulaban por las anchas autopistas que rodean la capital y los campos de verde oscuro con parches de nieve se acercaban cada vez más mientras la orquesta se alegraba y se aproximaba de forma inminente a su clímax. Y de pronto la pista de aterrizaje del aeropuerto de Domodedovo quedó a la vista, y al son de los últimos compases brillantes de la suite el avión tocó tierra y se detuvo ante la terminal. No era una fantasía: estaba en Rusia, a pocos kilómetros de aquella ciudad a la que deseaba ir desde hacía ya algunos años, y no cabía en mí de ganas de ver carteles en alfabeto cirílico, atravesar los suburbios de la capital rusa hasta llegar al centro y, sobre todo, de encontrarme con Dima.

Con el himno de Rusia sonando en mi iPod (en ocasiones me sorprendo y hasta me avergüenzo de mis propias incoherencias cuando se trata de himnos que consiguen emocionarme) llegué al control de pasaportes. El trámite fue más rápido de lo que me esperaba, si bien el controlador aduanero comprobó concienzudamente mi visado antes de ponerle el sello y permitirme la entrada. Ya en la terminal me dirigí al mostrador de British Airways, donde Dima me dijo que me esperaría. Mientras atravesaba el enorme aeropuerto me preguntaba en qué lugar exactamente habría estallado aquella bomba que se llevó por delante las vidas de 35 personas hacía apenas unas semanas. En la terminal había multitud de taxistas que ofrecían sus servicios a los recién llegados (en Rusia los taxis no llevan taxímetro, sino que hay que convenir el precio con el conductor antes del trayecto). Después de rechazar a 3 o 4 taxistas vi a Dima ante el mostrador de British Airways; llevaba la bandolera que compró en Berlín durante su última visita, el móvil en la mano, y estaba guapísimo con esa chaqueta de cuero. Al verme me sonrió, nos saludamos con un tímido y recatado abrazo y fuimos hasta la estación de tren del aeropuerto para tomar el Aeroexpress hasta Moscú.

El Aeroexpress me recordó vagamente a aquellos trenes polacos con los asientos empolvados y anticuados. El trayecto hasta el centro de Moscú duraba cerca de una hora, pero toda la periferia de la ciudad es inmensa  y se extiende más de 50 km de norte a sur, de modo que enseguida pude ver los enormes y característicos bloques de apartamentos típicos de las ciudades soviéticas. Las vías del tren circulaban prácticamente a nivel de la calle y no estaban separadas de ésta por una valla, y los peatones paseaban tranquilamente a escasos metros de éstas. Cuando, sorprendido, se lo comenté a Dima, él me contestó que no había peligro alguno siempre y cuando no caminaras por la propia vía, y el tono acostumbrado con que lo dijo me desconcertó todavía más. No tardamos en llegar a la estación de Paveletsky, en la que nos apeamos del tren y descendimos a coger el metro. El metro... casi podía notar mi cámara de fotos saltando de felicidad en mi bolso de mano.

La estación de Paveletsky es de las más discretas que componen la red de metro, y aún así es impresionante. Rondaban las 5 de la tarde y los andenes estaban atestados de gente que salía del trabajo ansiosa por regresar a casa. Nunca hasta entonces había visto trenes tan a rebosar, ni siquiera en Londres. Cada 2 minutos, quizá incluso menos, pasaba un tren, y sin embargo pasó un rato hasta que llegó uno en el que pudimos apretarnos una maleta, Dima y yo. Dos paradas en la línea Zamoskvoretskaya, transbordo en la Plaza de la Revolución a la línea Arbatsko-Pokrovskaya y por fin llegamos a la estación Partizanskaya, el el okrug Este, cerca del apartamento de mi amigo. Durante unos 10 minutos caminamos por calles anchas y embarradas: parte de la nieve empezaba a fundirse y la ciudad tenía un aspecto antipático, como si el invierno se hubiera cebado con ella y se resistiera a marcharse. Me invadió una sensación extraña, parecida a la que sentí en Belgrado hace 2 años, cómo si aquella gran ciudad, capital del que fuera un enorme imperio, quisiera intimidar a través de su grandeza. Y, sin embargo, había mucha fachada en esa grandeza: de cerca, aquellos enormes edificios se veían antiguos y agrietados, las calles estaban sucias y llenas de baches y los peatones tenían el semblante serio y duro que caracteriza a muchos europeos del Este, el mismo semblante que Dima mostraba en su rostro mientras caminaba a mi lado, pero que se iluminaba con una tímida sonrisa de complicidad cuando nuestras miradas se cruzaban en un instante. En una de esas miradas furtivas mientras atravesávamos el paseo Okruzhnoj me di cuenta de que Moscú también se mostraría más amable cuando la conociera un poco mejor. Bueno, tenía una semana para ello.

Giramos a la izquierda y llegamos al bloque donde vive Dima. El portal era tan soviético como el resto del edificio: los buzones estaban torcidos y destartalados, el ascensor rugía escandalosamente al subir y bajar y el papel pintado de las paredes se desprendía a trozos. Soviet kitsch total, y cómo no, me provocó una especie de placer culpable. Un placer culpable que se intensificó al entrar al apartamento de Dima, que me trasladó por un instante a la película Moscú no cree en lágrimas: alfombras anticuadas, paredes con descorchones, cortinas empolvadas y los muebles con el estampados pasados de moda. Y a pesar de todo, hogareño y extrañamente encantador. Eran las 6, la noche ya había caído como un manto sobre la ciudad, y parte de mí quería quedarse en el sofá con Dima bajo una manta, pero otra parte más fuerte quería salir a recibir las primeras impresiones de Moscú, y finalmente fue esta última la que ganó la disputa mental.



De nuevo Dima y yo tomamos el metro hasta la estación Площадь Революции (Ploshchad' Revolyutsii, Plaza de la Revolución). Al salir de la estación nos dio la bienvenida el magnífico Teatro Bolshoi, en el que algún día puedo prometer y prometo que veré El Cascanueces o El Lago de los Cisnes (no pudo ser en esta ocasión, viajaba en plan presupuestario-estudiantil y el Bolshoi no es precisamente barato).

Mientras atravesábamos la Plaza de la Revolución le pregunté a Dima si estábamos muy lejos de la Plaza Roja. Con una de sus sonrisas tímidas, me señaló el enorme edificio rojo que teníamos a nuestra izquierda y me dijo que la Plaza Roja se encontraba justo detrás, y que allí nos dirigíamos. Aquello me pilló completamente desprevenido, de algún modo me había imaginado llegar al corazón de Moscú como una suerte de "premio" tras un largo paseo por las frías calles moscovitas, pero lo cierto es que estaba ahí, a apenas unos metros de distancia. El corazón me latió con fuerza cuando giramos a la izquierda y quedamos de frente a una gran puerta roja de dos arcadas: las Puertas del Domingo (Воскресенье Ворота, Voskresenye Vorota).


Y allí al fondo, a través de la arcada de la derecha, estaba ese gran "premio" a años de espera para llegar a Moscú y verlo en vivo; a través de las Puertas del Domingo, ante nosotros se extendía la Plaza Roja (Красная Площадь, Krasnaya Ploshchad'), enorme y magistral. A nuestra izquierda, el ГУМ (GUM), la galería comercial más grande y lujosa de Rusia brillaba, como si fuera Navidad, engalanada con multitud de luces.



A la derecha, de un rojo vivo, las murallas del Kremlin, con aquella gigantesca torre de vigía, y el mausoleo del gran Lenin, cuidadosamente vallado y con las letras Л Е Н И Н en marmol oscuro.



Y allá, al final de la plaza, como si de una colosal tarta de fresa se tratara, se alzaba majestuosa la Catedral de San Basilio, brillando espléndida en la noche moscovita con sus cúpulas de colores caprichosos. Y de pronto, al estar allí frente a la catedral ortodoxa más icónica de Rusia y del mundo, con aquel chico rubio de ojos azules a mi lado, todo cayó sobre mí como una lluvia de júbilo: estaba en Moscú, en la mismísima Plaza Roja, y un sueño más se hacía realidad.


Me hubiera pasado horas paseando de un lado a otro de la Plaza y tratando de admirar la Catedral, el Mausoleo y cada rincón desde cualquier ángulo posible, pero realmente el clima no acompañaba mucho y había empezado a nevar ligeramente, de modo que decidimos que era el momento de ir a cenar a algún sitio cálido. Los mercaderes de la Plaza de la Revolución habían empezado a recoger sus puestos ambulantes con matryoshkas y otros recuerdos soviet kitsch, seguramente más por lo tarde que era que por el frío, me dio por pensar. Tras una última mirada a la Plaza Roja y un corto y gélido paseo llegamos a Тverskaya ulitsa (Тверская улица), la calle más ajetreada y animada de Moscú. Dima me había conseguido un viejo teléfono prestado de un amigo suyo que no lo necesitaba y me aconsejó comprar una tarjeta SIM, ya que las tarifas en Rusia son baratísimas. Bueno, eso de viejo es un decir, porque era un señor smartphone que ya lo querría yo para mí... Compré una tarjeta con un saldo de 300 rublos (unos 15 euros) con una tarifa de rublo y medio (2,5 céntimos) por minuto o mensaje. ¡Tirado! +7 (8) 903 734 12 45. Yo con número de teléfono ruso... Qué ilusión más tonta, pero ¡qué ilusión!

Entramos a cenar a un restaurante de comida rápida rusa llamado Teremok, cuya especialidad son los bliny, una especie de crêpes que se comen dulces o saladas. Un blin de cerezas ácidas con un vaso de kvas (especie de cerveza rusa sin alcohol) fue el toque final una prometedora bienvenida a Moscú. O casi final, ya que la guinda del pastel llegaría un rato más tarde, de vuelta al apartamento, lejos de miradas acusadoras o inquisitivas, al abrigo de una manta, sin necesidad de mostrar al mundo un semblante serio y sometido por una sociedad difícil...

Добрый вечер, Москва. Спокойной ночи, мой милый друг.




Willkommen, bienvenue, welcome...


Glücklich zu sehen, je suis enchanté, happy to see you. Bleibe! Reste! Stay! 

Sometimes you arrive home and suddenly feel the need to tell. To tell something. To tell somebody about something. But most times you're just too tired, uninspired, or simply apathetic...

As always, the first step is the most hard to take, cause you can give it in any possible direction. 360º around you make it difficult to decide where to go.

But alas, I put my compass in my pocket and took the first step. The route can be always changed, but at least now I have one. Who knows which beautiful sights, rocky paths and fellow travellers will I encounter. Nobody knows, but that's OK. 

Welcome to this little corner of mine. Have a strawberry, pour some champagne and enjoy.