Monday 28 October 2013

Из России с любовью (VI): Devoción



Estaba ya bien entrada la mañana del domingo cuando abrí torpemente mis legañosos ojos y me deslumbró la luz del sol de invierno que entraba a raudales a través de las polvorientas cortinas del apartamento. Durante algunos instantes confusos creí que esa sensación de malestar que me me envolvía de forma acaparadora se debía a la resaca del día anterior. Al mirar el reloj, me di cuenta que lo que me incomodaba era seguir en la cama a la 1 del mediodía en vez de estar fuera, aprovechando mi penúltimo día en Moscú. A mi lado, Dima tenía los ojos abiertos, se diría que llevaba un buen rato despierto. Entre la nebulosa de aquella ligera resaca mezclada con el cansancio de la noche anterior se abrió camino lentamente el vago recuerdo de mi furtivamente accidental incursión en el cuarto oscuro, y volví a sentir la misma sensación incómoda que había estado flotando sobre mí toda la noche como un mantra. Y, sin embargo, no acertaba a entender la causa real de mi malestar. ¿Tenía tanto que ver con la noche anterior? ¿Se trataba de la mezcla incoherente y absurda de cinismo, superficialidad e instinto animal que se materializa dolorosamente en los bares de ambiente y de la cual yo parecía haber entrado a formar parte en el Central Station? ¿Quizá era esa mezcla de rabia y resignación que me producía esa distancia no física que me separaba de Dima, a pesar de encontrarnos a escasos centímetros uno del otro?

Quizá con cierto fundamento, quizá por pura paranoia, aquella mañana esa distancia no física me pareció más evidente que nunca en la mirada de Dima cuando me preguntó, mientras desayunábamos, qué quería hacer ese día. Su tono de voz era tranquilo, como siempre, pero dejaba entrever un cierto deje de desafío y de advertencia. Cada trago de té negro que tomaba de mi taza ajada y vieja parecía despertar en mi cabeza las imágenes vagas de la noche anterior, en la que al llegar a casa a las tantas Dima y yo habíamos compartido un momento de pasión descafeinada, más alimentada por el alcohol que por puro deseo, casi como un ritual de rigor tras una noche de fiesta. Sólo entonces comprendí que ambos lo lamentábamos. Cada día parecía costarme más aceptar que Dima empezaba a verme como un amigo y que, tanto por distancia como por compatibilidad, lo nuestro nunca pasaría de ahí. La mirada acusadora del moscovita no dejaba lugar a dudas: me culpaba por desear más, por desencadenar los acontecimientos en mi papel de pasiva-agresiva y por no entender sus señales, para mí a veces tan ambiguas e inescrutables como las glosas en cirílico arcaico que habíamos visto en el Kremlin. Por mi parte, yo lamentaba mi incapacidad para descifrar esas señales al tiempo en que lo culpaba a él por su frialdad, pero también me culpaba a mí por haber buscado en el aséptico encuentro sexual de la noche anterior mi "redención" tras la desatada noche anterior. La neblina de nuestras zozobras viciaba el ambiente más que el humo de la tetera y de los fogones destartalados de aquella cocina soviética.

Los seres humanos somos criaturas incoherentes. Gastamos saliva, energía, y la poca creatividad que viene de serie en el 99% de nosotros en hablar de cosas irrelevantes como el tiempo o lo mal que estaba el tráfico esta mañana. O en quejarnos sin mover un dedo de lo mal que va el país y lo ineptos que son los políticos y que los bancos son el anticristo. Sin embargo, a la hora de hablar de lo que de verdad importa, a la hora de atrevernos a abrir la olla express y dejar que se escape el vapor antes de que estalle la cocina entera, nos acobardamos y callamos como lerdos. Nos ahogamos en nuestro propio silencio por cobardía. Por miedo a escuchar una respuesta que nos haga daño, por miedo a hacer daño al otro. Y aquella mañana de domingo no fue una excepción. En lugar de hablar de lo que nos pasaba por la cabeza distanciándonos cada vez más, nos cubrimos con la infame máscara de la normalidad fingida y nos dirigimos a la estación de Kropotkinskaya (arrancando por el camino las miradas reprobatorias de los moscovitas domingueros ante mis pantalones blancos) para visitar uno de los lugares de interés que me faltaban por ver en Moscú.

La Catedral de Cristo Redentor, situada cerca del Kremlin a orillas del río Moskva, es el edificio ortodoxo más alto del mundo. Es fácilmente reconocible por sus inmensas cúpulas doradas, que resplandecían bajo el sol de invierno como hogueras doradas crepitando en cada torre blanca. A su vez, las cúpulas doradas se reflejaban en la superficie gélida del río Moskva, como gigantescas pompas de oro que quisieran emerger desde el fondo. Dima y yo entramos en el templo, inmersos en el silencio incómodo que nos acompañaba desde que habíamos salido del apartamento y que había planeado sobre nosotros como un mantra gris durante el trayecto en metro. Una vez dentro, sin embargo, la estampa en tonos ocres que pude presenciar apartó de mi mente toda preocupación por unos instantes. 

El interior de la catedral, como ya había podido comprobar en otros templos ortodoxos, creaba un extraño contraste respecto del exterior: por fuera, el templo resplandecía bajo el sol que se reflejaba con vanidad en sus paredes blancas y sus cúpulas doradas; en el interior reinaba un ambiente calmado, austero, teñido de tonos ocres e iluminado únicamente por la luz de las velas que titilaban suaves y trémulas contra los grabados bizantinos que cubrían las paredes. Una de las grandes paradojas del cristianismo a gran escala, que de cara a la galería exhibe sin pudor sus galas más llamativas e intimidatorias mientras que sus fieles son llamados a guiar sus pesadas vidas por la vía del decoro y de la humildad. El pan de los sacerdotes es de oro; el de los feligreses, escaso, las más de las veces enmohecido y soso. 

Aquella tarde de domingo muchos de esos feligreses encadenados a una falsa humildad impuesta desde arriba habían desafiado al frío para elevar sus plegarias en la catedral y ganarse algunos puntos para esa vida futurible prometida como recompensa a esta vida presente, llena de pecado y tentación. Por absurda y risible que me pareciera la paradoja de vivir una existencia encaminada a reservar sitio en un cielo de cuya existencia no tenemos más que la palabra de unos señores gordos con alzacuellos, no pude evitar ceder ante la solemnidad y la convicción de esos feligreses. Había algunos turistas despistados haciéndose los entendidos del arte ortodoxo, un par de señoras engalanadas, algún viejo algo alelado y no faltaba la cohorte de mendigos desdentados a la puerta. Sin embargo, la gran mayoría de feligreses eran babushkas cuyos rostros ajados de arrugas, dureza y experiencia vital apenas se veían bajo el pañuelo hecho a mano con el que cubrían sus cabezas. Quién sabe desde qué pueblo apartado de la interminable periferia moscovita, o de qué barrio castigado por la dejadez y el abandono habían llegado aquellas ancianas sólo para entregarse a la oración con devoción insana. Se santiguaban según el rito ortodoxo, primero en el hombro derecho y en tandas de tres veces. Se santiguaban con un fervor devoto y frenético, repetidas veces, con una concentración casi trascendental, hincando las rodillas en el suelo tras cada señal y postrándose hasta tocar el suelo con la frente cada tanda de tres veces. El sonido susurrante de sus plegarias entonadas con una rapidez casi mecánica se entremezclaba con la música suave del órgano, que parecía sonar al compás del temblor de las velas. 

Al contemplar esa escena de devoción frenética que se sucedía ante mis ojos me vino a la cabeza inevitablemente la primera vez que entré en un templo ortodoxo, dos años antes en Belgrado, donde ese místico mantra de música y rezos me había hecho pensar en sectas satánicas y ofrendas al diablo. Nada más lejos de la sensación que me envolvió en la catedral moscovita, donde aún sintiéndome diametralmente ajeno a la devoción de aquellas abuelas no podía evitar una cierta empatía hacia ellas. Era una suerte de compasión absurdamente paternal, como si me apenara esa forma de vida voluntariamente esclavizada a la que les habían condenado años de tradición, costumbres y educación restrictiva. Pero me recorrió la espina un escalofrío de estupor al reconocer, entre el cinismo y la suspicacia, un ligero punto de admiración ante la capacidad de esas abuelas de aceptar una vida en esencia tan simple y libre de complicaciones, a cambio eso sí de su devoción frenética y de vivir según los estrictos paradigmas de la religión. Al ver a esas ancianas postrándose en el suelo una y otra vez como si de una sesión de cristoaerobic a la luz de las velas se tratase, me preguntaba si su fe iría más allá de tanta parafernalia e incluiría seguir a rajatabla los 10 mandamientos o compartir activamente el punto de vista de la ortodoxia cristiana hacia distintos aspectos sociales. Me preguntaba si alguna de ellas habría hurtado en tiempos de dificultad o escasez, si alguno de sus maridos o padres habrían matado a alguien en la guerra. Me pregunté cuántas me juzgarían, me lanzarían miradas asesinas o se apiadarían de mi alma pecadora si me vieran en actitud cariñosa con Dima. Y sin embargo, pese al cinismo algo recalcitrante que luchaba por abrirse paso entre las notas del órgano y los murmullos de las oraciones, aquel domingo me sobrecogió la difícil belleza austera del templo blanco y ocre, de las ancianas postrándose frenéticamente, de una escena que se balanceaba entre el soviet kitsch y la autenticidad más genuina. Salí del templo con una lágrima rebelde amenazando con caer al precipicio, Dima me seguía en silencio. 

Caminamos sin decir nada hacia el Kremlin, siguiendo el cauce del Moskva. El aire frío de la calle no tardó en alejar las babushkas devotas de mi cabeza y devolverme a mi realidad de viajero en la capital de la Madre Rusia. Y mi realidad me mostraba una panorámica preciosa: el sol del atardecer comenzaba a quedar oculto tras la mole blanca de la Catedral de Cristo Redentor y sus rayos atravesaban la superficie del río como lanzas de oro. Aún en silencio, Dima me miraba con una media sonrisa mientras sacaba foto tras foto del río y de la Catedral. Rompió su silencio para echarme una pequeña bronca por tirar fotos cual turista japonés sin dedicar tiempo a encuadrar y encontrar la mejor iluminación, y cogió mi cámara para mostrarme cómo hacerlo bien. Vicios de la profesión, imaginé. Pero lo tomé como un acercamiento que agradecí mucho tras la tensión y el silencio plomizo de toda la mañana. Entre foto y foto, entre risas comedidas, entre bromas acerca de lo apresurado que era como fotógrafo, parecía que la complicidad silenciosa entre Dima y yo volvía a acompañarnos en aquel paseo dorado a orillas del río Moskva. 

Pronto la Catedral de Cristo Redentor quedó atrás envuelta en un fanal de luz a medida que recorríamos el perímetro sur de la muralla del Kremlin, que transcurre paralelo al río. A lo lejos se alzaba, majestuosa, una de las Siete Hermanas, siete torres idénticas de apartamentos de lujo al más puro estilo soviético repartidas por el centro de Moscú. Y al girar a la 
izquierda ante una gran esplanada entrelazada de vías y cables del tranvía quedó a la vista la tarta de fresa, la Catedral de San Basilio, montando guardia espléndida y orgullosa entre la Plaza Roja y el río Moskva. Sus colores vivos brillaban a la luz del atardecer con más brío que cuando había visto la catedral en mi primera noche en Moscú. Imaginé la Plaza Roja, que se extendía a los pies de la templo, cubierta de nieve en pleno invierno, y deseé no tener que marcharme de la ciudad hasta haber visto las cúpulas retorcidas y caprichosas de la iglesia adornadas de copos blancos, a modo de enorme tarta de fresa con azúcar glasé.

Se acercaba la hora en que Dima tenía que ir a la redacción y allí me dejó, absorto admirando la catedral desde cada ángulo y tratando de esforzarme en sacar fotos más ambiciosas. Por mi parte, yo también tenía una cita que atender. El círculo de amistades de antaño en lugares dispares  volvía a cerrarse en Moscú, en esta ocasión con otras cuatro chicas a las que había conocido el año anterior en Heidelberg. Me alejé de la Plaza Roja hacia la Galería Tretyakov, donde me habría de encontrar con Vera, Anna, Ilona y Evgeniya. Al calor del café desgangrenante de rigor, la noche cayó sobre la ciudad mientras las chicas y yo recordábamos los tiempos de Heidelberg y nos poníamos al día de nuestros comadreos mutuos. De pronto recordé las babushkas de aquella mañana y me imaginé a las chicas dentro de 70 años, envueltas en chales y santiguándose con devoción ferviente, y casi me entró una incontrolable risa tonta por lo anacrónica que se me antojaba la imagen. Times change, y de qué manera. Y gracias a Dior.

Era ya noche cerrada cuando salimos del café. Me despedí de mis amigas maravillado una vez más de lo pequeño que es el mundo y de lo sencillo a la par que gratificante que resultaban esos encuentros fugaces pero intensos, llenos de recuerdos en común y de novedades inesperadas. De camino al apartamento, al compás mi playlist rebosante de melodías soviet kitsch, me sentía más relajado y liberado de lo que me había sentido en todo el día. De pronto parecía fácil y evidente aceptar que las cosas acabarían cayendo por su propio peso, y que lo que hubiera de pasar o dejar de pasar con Dima no dependía en gran medida de mí. Y así es como debía ser. Y quién sabe, pensaba al bajarme en la estación de Partizanskaya, si en algunos años no nos encontraríamos Dima y yo como dos viejos amigos, en cualquier rincón inesperado de Europa, con la misma espontaneidad y naturalidad como me había encontrado con las chicas aquella tarde, o con Rita un par de días antes.

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