Saturday 4 August 2012

Из России с любовью (V): ...but I'm still not like that.

El sonido de las llaves en la puerta cuando Dima volvió del turno de noche en la redacción a eso de las 8 de la mañana no me sacó de mi sueño profundo, un sueño en el que se me aparecía el Halcón Altanero herido y la dulce muchacha enamorada de él que fue a buscarlo hasta el fin del mundo calzando botas de hierro y alimentándose de pan de piedra. Desperté poco después, y Dima estaba acostado a mi lado, con la respiración ligera de quien lleva poco tiempo durmiendo. Quería levantarme y seguir explorando la ciudad. No quería despertarle. Durante un rato, quizá dos minutos, quizá muchos más, me quedé tumbado junto a él. Tenía ganas de poner mi mano en su pecho, o sobre la suya...

No entendía por qué, pero me costaba un esfuerzo titánico. Había algo en Dima que no alcanzaba a comprender, y que a día de hoy todavía nunca he sido capaz de descifrar; un algo difícil de describir, como una frialdad perpetua que se derretía fugazmente en forma de sonrisa pasajera o de mirada furtiva. O como una especie de distancia gélida que, sin embargo, ocultaba una hospitalidad y amabilidad inesperadas. Quizás simplemente la consecuencia de una sociedad en la que ciertos sentimientos deben habitar bajo el hielo; como los peces en el Ártico, que viven, comen, respiran y sienten debajo de una capa de un metro de agua congelada.

Me armé de valor y le tomé suavemente de la mano. No sin cierto alivio noté cómo él apretaba la mía, sin abrir los ojos. Era una mano cálida, no había en ella ni un atisbo de frialdad. Y, sin embargo, sobre mí seguía pesando cada vez más la enorme distancia que nos separaba, pese a encontrarnos apenas a centímetros el uno del otro. Lugares distantes y vidas separadas, unidas fugazmente por capricho del azar. Recordé sin poder evitarlo aquella primera noche en Berlín: un encuentro casual, sin mayores pretensiones; un paseo por Mitte para romper el hielo; una invitación desenfadada a casa, como quien no quería la cosa, pero con plena consciencia del final que yo deseaba para la película; et enfin, la pasión desatada. Yo estaba convencido de que él se marcharía a la mañana siguiente y seguiríamos siendo dos perfectos extraños a quienes el instinto animal había unido por una noche. Pero el reloj hacía tic tac y Dima seguía abrazado a mí. Y más tarde bebíamos gluhwein en el mercado navideño de Charlottenburg. Y todavía más tarde comíamos en el restaurante de Hackescher Markt que está debajo de los arcos del S-Bahn. Y dos perfectos extraños que habían dejado de ser tal recorrían las frías calles de Berlín, hablando de todo y de nada, disfrutando el simple placer de estar el uno al lado del otro. Y aquél turista ruso no pasó su última noche sólo en su hotel. Y ese mismo turista ruso tuvo alguien de quien despedirse cuando subía al Airport Express que salía de Alexanderplatz a las 6.30 de la mañana siguiente. Y el que se quedó en ese mismo andén pensó, mientras caminaba hacia la Universidad de Humboldt en una gélida mañana cuya luz empejaba a reflejarse en la Fernsehturm, que alguien con quien pasas 40 mágicas horas del tirón debe de ser algo más que un extraño.

¿Pero qué era ese "algo más"? Tres meses después, acostado junto a Dima en el sofá soviet kitsch, aún no lo sabía. Como tampoco lo supe en enero, cuando él vino a visitarme por segunda vez a Berlín. Sólo tenía la fuerte sensación de que no estábamos tan cerca en Moscú como lo habíamos estado aquél primer fin de semana en Berlín. La distancia física era la misma, pero algo más inabarcable e invisible parecía querer separarnos.

Por fin Dima abrió los ojos. Rondaban las 11 de la mañana y, al parecer, él ya había dormido suficiente. Mientras desayunábamos me eché una reprimenda mental por darle tantas vueltas a la cabeza: era completamente impensable salvar una distancia que estaba ahí, mal que me pesara. No podía pasar nada entre Dima y yo, aunque quisiéramos, mientras él estuviera en Moscú y yo en Berlín. Y no digamos ya para cuando tuviera que volver a España... El pensamiento de abandonar Berlín me sacudió las tripas como una descarga eléctrica, pero sirvió para devolverme al aquí y ahora, al carpe diem: estaba en Moscú, en compañía de un amigo que me había acogido en su casa sin esperar a cambio y que me estaba enseñando la ciudad y compartiendo parte de su vida conmigo. ¿Tanto importaba si Dima era un amigo, un conocido, o algo más? No tenía sentido seguir haciéndose preguntas peligrosas. Lo que sí tenía sentido era coger la línea de metro Kaluzhsko-Rizhskaya y poner rumbo al Museo de Cosmonáutica.

Nos bajamos en la estación VDNKh (ВДНХ), un nombre que por su historia merece explicación. La estación sirve al mayor recinto ferial de Rusia, el Centro Panruso de Exposiciones (aunque la palabra "panruso" es tan fea que me quedo con el nombre en ruso: Всероссийский выставочный центр). Este enorme complejo acogió, desde finales de los años 50, la Exhibición de los Logros de la Economía Nacional de la URSS (en ruso, Выставка Достижении Народного Хозяйства, ВДНX). La exhibición mostraba los mayores logros tecnológicos, agrícolas y científicos de la Unión Soviética: cada república soviética tenía su propio pabellón, cada cual una mayor muestra de eclecticismo soviet kitsch con incorporaciones propias de cada una de las repúblicas. Fue tal el poderío y la importancia de la exhibición que todavía hoy los moscovitas se refieren al lugar como ВДНХ (pronunciado algo así como "vedenkhá") y la estación de metro ha mantenido esa denominación.

Nos dio la bienvenida uno de esos colosos de bronce que abundan en Moscú: la figura de un hombre corriendo contra el viento enarbolando en su mano izquierda un martillo y una hoz. Más allá de la entrada al centro de exposiciones, espléndida y lúgubre al mismo tiempo, la oscura silueta de la Torre Ostankino se proyectaba contra el cielo encapotado. Con más de 540 metros de altura, esta torre de telecomunicaciones es la estructura más alta de Europa y una de las mayores del mundo. Las nubes grises parecían arremolinarse en torno al inmenso pirulí a medida que nos acercábamos a la entrada del ВДНХ, enfrente de la cual se encontraba el Museo de Cosmonáutica.

¡Y qué entrada tan fastuosa, soberbia, pantagruélica! ¡Soviética! Una espectacular mole grisacea de columnas de planta cuadrada, con escenas agrícolas labradas en sus blancos capiteles. Y en lo más alto del arco central, en pose y actitud victoriosa, enarbolando una inmensa gavilla de trigo, las gigantescas figuras de bronce de la campesina sovkhoz y el conductor de tractores saludan a la muchedumbre que visita el complejo. Quién me iba a decir a mí que, escasas semanas más tarde, estaría estudiando el  ВДНХ que se extendía frente a mí a través de aquella descomunal entrada desde el punto de vista de las vanguardias artísticas rusas en un seminario de la Universidad de Humboldt...



Lástima que el caprichoso frío siberiano quisiera ser, un día más, el centro de atención, y el día no se prestaba mucho a caminar al aire libre por el ВДНХ por muy admirables que fueran los edificios que albergaba. La idea de meterse al Museo de Cosmonáutica resultaba más atractiva por ese pequeño detalle de poder estar bajo techo. Un pequeño gran detalle cuando la temperatura es de -20 ºC. Tengo que reconocer que el museo tampoco me resultó excesivamente interesante; cualquiera lo diría, ya que no soy precisamente uno de esos que viven con los pies pegados al suelo. Pero siempre he creído que la conquista del espacio no es más que el reflejo de un incansable instinto colonizador de imponer el modo de vida de una comunidad más o menos amplia a otra, que siempre se considerará inferior. Solemos imaginar a los marcianos o los venusinos como extraños seres babosos y escamosos con muchos ojos y más patas de lo normal, con cerebros muy grandes o tentáculos que les salen de sitios raros, con muy mala leche o medio-místicos en plan psicodélico. Y quién sabe si nosotros mismos no somos realmente células o partes integrantes de un ser más enorme e incomprensible de lo que nuestros pequeños cerebros serán jamás capaces de imaginar. O si no somos más que un sueño de Antonio Resines...

Con todos mis respetos a Yuri Gagarin, faltaría más. ¡Y que se jodan los americanos! Sí, básicamente es esa la principal narrativa que se sacaba del Museo de Cosmonáutica; cada logro soviético se remarcaba y alababa como un indiscutible triunfo de la Madre Rusia sobre el capitalismo yankee. Imperialismo vs Imperialismo, en definitiva. Y, por alguna razón absurda, me parecía menos terrible desde la perspectiva soviética... Es lo que tiene un corazón teñido de rojo sangre que palpita al son del soviet kitsch. 

Rondaba la hora del té cuando Dima y yo salimos del museo. Él tenía que cubrir la tarde en la redacción del canal de noticias, así que yo había quedado con Anya Khokhriakova, otra de las chicas rusas que conocí en Heidelberg. Con tiempo de sobra tomé la línea Kaluzhsko-Rizhskaya hasta la Avenida de la Paz, Prospekt Mira. Hm, este nombre me suena... ¿No lo he visto por el Google Maps por alguna buena razón, hace ya tiempo? ¿Qué estaba mirando yo por esta zona que me pudiera interesar? ¡Anda, pues claro! ¡Si estaba a tiro de piedra del Estadio Olímpico de Moscú! Aún quedaba más de media hora para que llegase Anya, tiempo de sobra para acercarse a echar un vistazo.

Solemos imaginar los estadios modernos situados a las afueras de las grandes ciudades, en grandes explanadas rodeadas de poca cosa. Nada más lejos de la realidad si hablamos del Olimpiskiy moscovita, situado prácticamente en el centro de la ciudad y rodeado de edificios y calles muy transitadas. Y llegados a este punto el buen lector podrá preguntarse si quien estas lineas escribe es tan adicto a los Juegos Olímpicos como para acercarse con un frío siberiano a contemplar un antiguo estadio de los años 80 no precisamente afamado por su bella arquitectura. Bien, no negaré que me hacen ilusión las Olimpiadas y que disfruto especialmente las vistosas ceremonias de apertura que monta cada país en el intento de mostrar lo mejor de sí mismos, pero los motivos que me traían al Olimpiskiy eran bien distintos. Aquella tarde gélida me acerqué a aquél rincón de Moscú para contemplar la que fuera sede del Festival de Eurovisión de 2009, uno de los mejores de la historia reciente del festival en cuanto a nivel musical y despliegue de medios por parte de los soviéticos anfitriones. ¿Turista de bofetón? ¿Sí? Tal vez. Me la pela. Yo iba de aquí a allá tan feliz sacando fotografías del estadio e imaginando como sonarían en él algunos de los inolvidables temas de aquél año: la artificialmente pacifista pero encantadora There must be another way de Noa y Mira Awad por Israel, la dulce It's my time de Jade Ewen que catapultó a Reino Unido al top 5 tras años de resultados pésimos, la antémica y veladamente pro-comunista Bistra voda de Regina que me enamoró de Bosnia-Hercegovina, la inolvidable y sentida anfitriona rusa Mamo de Anastasia Prikhodko, o la elegantísima y exquisitamente francesa Et s'il fallait le faire de la diva Patricia Kaas. Todas ellas resonaban en mi cabeza y en mi iPod mientras oscurecía en torno al estadio y se acercaba la hora a la que había quedado con Anya en la estación de metro.

Anya y yo fuimos a tomar un café desgangrenante a una cafetería muy elegante en la propia avenida. Igual que cuando me encontré con Rita y Sasha un par de días antes, me invadió esa agradable sensación de pensar que el mundo, o al menos el continente, parecía encoger con el paso del tiempo. Me reconfortaba como una taza de chocolate caliente que el hecho de encontrarme con un conocido a miles de kilómetros de donde nos conocimos por vez primera empezara a convertirse en una constante en mi vida, cada vez más itinerante. Nuestra conversación giró en torno a Rusia y las diferencias enormes que existían con Europa. Me sorprendía la fascinación con la que la mayoría de rusos, Anya incluida, se referían a Europa como una realidad soñada, a la que Rusia no terminaba de pertenecer, de manera parecida a cómo los europeos podríamos pensar hace unos años en el cacareado "sueño americano". No me sorprendió demasiado, en cambio, cuando me contó una anécdota para ilustrar cómo funcionan las cosas en la Madre Rusia. Se me dibujaba una sonrisa cínica y triste mientras me contaba el inacabable papeleo que se vio obligada a rellenar cuando quiso cambiar de habitación en su residencia de estudiantes, ya que la suya se caía a trozos. Tras meses de papeles inútiles y estériles quejas a grito pelado con la encargada, la madre de Anya trajo de la dacha dos tarros enteros de mermelada casera para los mandamases de la residencia. Anya consiguió la mejor habitación de la residencia en cosa de dos días. Para mi que cuando se busca la palabra "soborno" en la enciclopedia, en medio de la definición tiene que aparecer por algún lado la bandera rusa.

Cuando me despedí de Anya ya había anochecido y el frío había arreciado hasta alcanzar su máximo esplendor nocturno. No me apetecía volver a casa todavía, de modo que volví a acercarme al Olympiskiy, pirog de cerezas amargas en mano. De noche, iluminado en tonos amarillentos, resultaba aún más imponente. Mientras lo rodeaba por última vez, recordé que no lejos de allí se encontraba el Teatro del Ejército Ruso, célebre por su planta en forma de estrella roja soviética. Se me antojaba acompañar el pirog con un último bocado de soviet kitsch del auténtico, de modo que me dirigí hacia allí. No tardé en llegar, ayudado por las indicaciones que torpemente le pedí a un transeúnte, mientras en mi iPod sonaba la versión del Ejército Rojo de la Katyusha. Envuelto en las sobras de la noche, el Teatro no presentaba su faceta más majestuosa pese a la ostentosa iluminación. Deseé tener un helicóptero o unas alas rojas para poder observar desde el cielo nocturno su forma de estrella mientras escuchaba la Katyusha y, a continuación, el Himno de la Unión Soviética. Seguía recreándome en toda la iconografía soviet kitsch y disfrutando de ello como si el espíritu de Lenin se hubiera apoderado de mí.




Una hora más tarde, de vuelta en el apartamento, me invadían sentimientos diversos mientras Dima y yo nos preparábamos para salir de fiesta. La parte más alocada de mí, esa que tantas alegrías y disgustos me ha dado y me sigue dando, se moría de ganas de conocer la clandestina escena gay de una ciudad grande para algunas cosas y minúscula para otras como es Moscú. La parte más juiciosa, concienzuda y tocapelotas insistía en preguntarse qué necesidad tenía de ir a ningún sitio de ambiente si estaba con Dima. Me volvia a asaltar esa misma sensación impertinente de que los sitios de ambiente sólo sirven para ir a ligar y que la gente con pareja o algo-parecido-a-una-pareja debería tener vetada la entrada, ya que las parejitas no hacen más que poner envidioso al personal o ponerse los cuernos mutua y descaradamente. Tamaña chorrada, desde luego. Y, sin embargo, ahí estaba, dando por saco en mi cabeza. Con todo, Dima me había pintado demasiado bien esa discoteca como para querer perderme esa noche. Ya antes de llegar a Moscú había oído todo tipo de historias acerca del clandestino ambiente moscovita, de cómo los locales gays, prácticamente una mafia en sí misma, se veían obligados a cambiar de ubicación con cierta frecuencia ante el peligro de posibles redadas policiales. Poco importaba que la homosexualidad hubiera sido despenalizada tras la caída de la Unión Soviética, la percepción social en la mayoría de las repúblicas seguía siendo bastante cavernícola, y ver a dos hombres cogidos de la mano o besándose en la calle bien podía aún ser motivo de una paliza por parte de borrachos desequilibrados o hasta de una noche en el calabozo. Pese a la indignación y el asco que me producía ser consciente de esto, no podía dejar de sentir un cierto subidón de adrenalina ante ese componente de clandestinidad, de secretismo, de rozar lo prohibido. Y ahora tenía la ocasión de vivir esos momentos de clandestinidad.

Quizá por eso mi primera impresión al entrar al mencionado sitio, cerca de la estación de Komsomol'skaya, a través de una especie de pasaje subterráneo flanqueado por dos maromos en ajustadísima camiseta de tirantes marcapezones, fue de cierta decepción; a simple vista nada diferenciaba el Central Station de los muchos y clónicos bares de ambiente que se pueden encontrar por toda Europa. Pero eso era, por supuesto, a simple vista. El Central Station era mucho más de lo que cabía suponer por su ratufa entrada. El primer piso estaba montado en plan café-teatro, con una barra, un escenario, y varias mesas horterillas sobre una tarima. En una sala aledaña, había un karaoke a precios prohibitivos en el que cada canción que pedías se cobraba a la friolera de 200 rublos (5 euros). La gran ventaja: semejante sablazo mantenía alejados a los emblemáticos borrachos de karaoke y realmente sólo salía gente que sabía, al menos, dar el tono adecuado. Ante la mirada de incredulidad de Dima y de la mía propia, que no podía creer estar pagando dinero por destrozar públicamente una canción en un karaoke, salí con toda mi ingenuidad de guiri despreocupado al escenario a emular aquella inolvidable noche tradocvisiva en la que, junto con mi amor platónico y fantasía sexual recurrente, destrozamos la canción eurovisiva rusa de 2009, la melancólica Mamo de Anastasia Prikhodko. En mi defensa diré que aquella noche en el Central Station se me dio bastante mejor la cosa, aunque sólo fuera por amortizar los 200 rublos. Por su parte, Dima dejó los reparos en el suelo y salió a defender muy dignamente su canción fetiche, el Viva la vida de Coldplay.

No tardó en hacer su aparición en el escenario del café-teatro una flamboyante drag-queen entradita en años que parecía haberse quedado sin ropa antes de la actuación y se había envuelto en las cortinas de terciopelo rojo de casa de su babushka. Apenas entendía nada de lo que decía, en un ruso que se me antojó muy poco estándar, salvo en un momento en que llamó idiotki entre risotadas de diva fatua a uno del público que, al parecer, le había soltado una vulgaridad sin mala intención. Yo contemplaba el espectáculo, como tantas otras veces me había sucedido, con una media sonrisa, sin sentirme completamente integrado entre el público, como si lo viera desde un televisor en el que el público formaba parte del show: me fascinaba a la vez que me intrigaba el hecho de que los gays necesitemos una especie de mamá en los locales de ambiente, ya sea una drag o una obesa celulítica ajada de arrugas, para sentirnos a gusto. Y como tantas otras veces se apoderó de mí esa sensación de estar en un ghetto por elección propia, de estar formando parte de un universo paralelo lleno de brillantina, afeites y artificios, donde todo el mundo lleva una máscara más o menos visible, pero nadie es quien aparenta. Y una vez más, me pareció estar en una encrucijada entre elegir ser yo mismo y sentirme como un pulpo en un garaje o abandonarme a esa frivolidad y colgarme una máscara de alcohol y falsedad. Hasta entonces, la segunda opción no me había traído más que resacas varias y algún que otro disgusto; aún así, a veces no podía resistirme, incluso amén de una irrefrenable sensación de but I'm not like that.

Mientras una comitiva de drag-queens desfilaba por el escenario liderada por la divina pajarraca envuelta en terciopelo rojo, yo dejaba que el alcohol a precios prohibitivos de discoteca moscovita fuera haciendo su efecto. Que me perdonen los entendidos del tema, pero a mi modo de ver, las drags son un poco como la mayoría de bares de ambiente: vista una, vistas todas. Quizá la segunda planta tuviera algo más interesante que ofrecer... Ehm, buen intento. Una nube de humo blanco distorsionaba los haces de rayos láser mientras retumbaba el último grito ruso-bakala del momento. Vale, ya me voy aclarando: primera planta, lokas; segunda planta, musculokas. Aquí el 90 por ciento de la gente bailaba sin camiseta, exhibiendo cuerpos esculturales de gimnasio. Dos gogós en bóxers bastante reveladores bailaban en sendas plataformas elevadas, y una vez más me dio la impresión de que los gogós en los bares de ambiente están como puede estar la bola giratoria de espejos, porque tampoco parece que nadie les preste especial atención. Bueno, igual eso me parece a mí y luego en cuanto bajan de la plataforma les llueven números de teléfono. O invitaciones mucho más directas a la trastienda o cuarto oscuro de rigor. Nothing of my business.

A la vista está que entre loka y musculoka tiro más, aunque tampoco mucho, por loka, así que me volví a la planta primera con Dima y sus amigos, que habían vuelto a la sala de karaoke, donde a pesar del rublazo por canción empezaban a notarse las borracheras varias de los consumidores y ya se veían escenas y se escuchaban notas escandalosas que no hubieran estado de más en cualquier karaoke de barrio de Motilla del Palancar, con las chatunguis de turno destrozando alguna de Pimpinela. A estas alturas de la noche, el subidón de vodka y Jägermeister empezaba a bajarse a la vejiga, de modo que me dirigí a los servicios, sin saber que aún me faltaba por descubrir una zona más del infame Central Station. 

Fue relativamente fácil encontrar la entrada a los servicios. Lo que no fue tan sencillo fue encontrar la salida. El recuerdo de los momentos que siguieron a esa inicialmente inocente visita a los servicios es, más de un año después, de todo menos lúcido, pero la cuestión fue que salí por un sitio por el que no había entrado. En un principio achaqué la confusión al exceso del alcohol del momento, pero hasta donde yo sabía, el alcohol no hacía que las luces bajaran de intensidad espontáneamente. Como mucho te nublaba la vista, pero no te la ennegrecía. Y de pronto yo me encontraba en un sitio en que apenas podía distinguir mis manos delante de mí. Tardé unos segundos en escuchar el eco ahogado de la música que llegaba del café-teatro mezclado con el inconfundible sonido de la respiración agitada de alguien que se encuentra expectante ante un placer físico. Algo me decía que en ese cuarto oscuro no se revelaban fotos precisamente. Una inexplicable chispa de curiosidad mese encendió en mi cabeza y me invitó a adentrarme más, mientras que mi Pepito Grillo particular me recordaba gritándome al oído que no había venido sólo. Me daban ganas de agarrarle por el pescuezo y recordarle a ese impertinente Pepito Grillo que, tal y como me había dado cuenta esa misma mañana, mi relación con Dima era en esos momentos de todo menos clara, y que tenía completa libertad de moverme a mi aire. Y también me daban ganas de agarrarme a mí mismo por el pescuezo y sacarme a rastras de aquél lugar en el que me había metido por pura e irónicamente inocente casualidad.

No recuerdo exactamente cuánto duró aquella disputa mental que me dividió en la oscuridad de aquella dark room en el corazón de Moscú. Tampoco recuerdo con claridad si algo ajeno a mi voluntad o acorde con ella llegó a ocurrir en el transcurso de esa disputa mental. O quizás lo que ocurre es que no quiero recordarlo. Sea como fuere, lo que ocurre en un cuarto oscuro se queda en un cuarto oscuro. Cuando por fin recobré el sentido común, volvía a encontrarme en medio de aquél universo multicolor y chispeante de lokas, camareros descamisados con pajarita y música kitsch. Dima seguía donde le había dejado, en el karaoke, divertido ante el desfile de esperpentos que seguían profanando canciones bajo los dictados del alcohol. Los minutos transcurrieron sin que apenas me diera cuenta mientras mis pensamientos se arremolinaban en mi conciencia y me hacían sentir como si hubiera hecho algo de lo que debiera arrepentirme, si bien una certeza de todo menos cierta parecía indicarme con la boca chica que no era sí. Dima me sacó de mi ensimismamiento a eso de las 5 y pico de la mañana, cuando el karaoke agonizaba casi vacío y la troupe de lokas de la planta baja ya se había dispersado casi por completo. Con las primeras luces de la mañana, un trolebús nos llevó por calles sucias y salpicadas de vagabundos y los últimos supervivientes de la noche hasta el apartamento de Dima.

De vuelta al abrigo del sofá-cama, Dima se durmió casi de inmediato. Yo meditaba, mientras la luz entraba cada vez más con más fuerza entre las rendijas de las polvorientas cortinas del apartamento. ¿Me había llevado demasiado lejos el carpe diem al que me había abandonado aquella misma mañana? ¿O era una especie de odioso despecho disfrazado de curiosidad, alimentado por las dudas, el que me había impedido abandonar el cuarto oscuro en el mismo momento en que entré? Esos inquietantes pensamientos revolotearon sobre mi cabeza hasta que el alcohol y el cansancio se hicieron cargo de la situación y me hicieron caer en un sueño pesado e intranquilo.

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