Thursday 31 March 2011

Из России с любовью (II): Reencuentros en cirílico arcaico

El día amaneció, cauteloso y blanquecino, tras las cortinas soviet kitsch del apartamento. Al despertar tardé una milésima de segundo en darme cuenta de dónde estaba, el tiempo que tardé en ver a Dima durmiendo a mi lado. Igual que el día anterior, en mi cerebro se libraba una breve batalla interna entre la parte de mí que, idealista y soñadora, quería quedarse al abrigo de la manta, en aquellos brazos que me rodeaban con recatada ternura, y la parte que, más práctica, deseaba llegar hasta los rincones más oscuros y recónditos de Moscú. Y, lógicamente, había mucho que visitar.

Nuestra primera parada era el Kremlin, el corazón de la capital y de la Gran Rus. La línea Arbatsko-Pokrovskaya nos llevó hasta la céntrica estación de Arbatskaya. En el metro de Moscú no es habitual que una estación aglomere varias líneas, sino que el andén de cada línea es una estación distinta, con su propio nombre, aunque esté interconectada con otras. Arbatskaya forma el complejo de estaciones interconectadas más grande de la ciudad junto con Borovitskaya, Aleksandrovsy Sad y Biblioteka imeni Lenina, la estación a través de la cual salimos al exterior. Nos recibió como una bofetada una fuerte y repentina ventisca de nieve y viento. La gente apretaba el paso o trataba de refugiarse bajo los soportales de la estación de metro. En el momento en que me fascinaba la belleza de la ciudad engullida por el frío del norte a la vez que me cagaba en todos sus muertos porque me estaba congelando, sonó mi flamante móvil ruso. Respondí a la llamada, ilusionado: era Rita Artyushina, una de las chicas rusas que había conocido en el curso de verano de Heidelberg el año pasado. La tarde anterior, en casa de Dima, me había encargado de envíar mi nuevo número a toda la gente que tenía ganas de ver en Moscú, y Rita fue la primera en responder. Con esa loca alegría tan típica de ella y en una macarrónica mezcla de ruso e inglés partidos por el viento gélido, acordamos en vernos por la tarde.

La entrada al Kremlin quedaba a pocos minutos de la estación de metro. Para cuando llegamos, la ventisca había amainado y nos pusimos a la cola frente a la imponente Torre de la Trinidad (Троицкая башня, Troitskaya bashnya). Frente a nosotros guardaban la fila un grupo de niños de un colegio, a los que la profesora trataba de mantener unidos a grito pelado (Ilya, ne ukhodi! Volodya, idi syuda srazu!). No pude dejar de notar que dos de ellos, con la pinta inconfundible de ser los chulitos de la clase, cuchicheaban entre risas mirándome y señalando mi corte de pelo con muy poca discreción, aunque no le di mayor importancia. Al pasar el arco de metales del control de seguridad me encontré en el puente que daba acceso al Kremlin a través de la Troitskaya, y de pronto se me olvidó el frío que hacía y lo incómodas que resultaban las ráfagas de viento; sólo tenía ojos para capturar tantas perspectivas de aquél monumento como me fuera posible.

El Kremlin, como prácticamente todo en Moscú, queda en gran parte definido por una palabra que le pega mucho a la capital rusa: ogromniy, enorme, impresionante, colosal. Al cruzar el puente y la muralla nos encontrábamos en una esplanada amplísima. A la derecha se alzaba el Palacio Estatal, sede de tantos congresos del Partido Comunista durante la CCCP. Un poco más adelante y a la izquierda, el Senado.Y todavía más allá, pasado el Palacio, se elevaban las múltiples catedrales e iglesias que forman parte la fortaleza y que hacen del Kremlin un complejo monumental Patrimonio de la Humanidad. Un cañón de grandes dimensiones, teñido de verde musgoso por la humedad, apuntaba amenazador hacia el Senado; se trataba del Cañón del Zar, el más grande jamás fabricado. A su lado, majestuosa, la Campana del Zar, reconocida en el Libro Guinness como la mayor del mundo, pero que curiosamente jamás ha cumplido su función de tañir. Curioso ejemplo de record poco o nada práctico... Sin saber por qué se me vino a la cabeza, casi sin poder evitarlo, la burocracia rusa, abundante e increiblemente molesta pero absolutamente inútil. Sin embargo, no era ni el momento ni el lugar para pensamientos cínicos, así que preferí abstraerme un poco y traté de imaginar en qué estado podría quedar una fortaleza si una de las pedazo balas de ese inmenso cañón que tenía delante impactase contra ella, o a qué distancia se podría llegar a oir el tañido de aquella campana descomunal que nunca había sonado...




Algunas ciudades se enorgullecen de tener una sola catedral. He perdido la cuenta de cuántas vi en Moscú, y ya mejor ni entrar a contar las que quedarán que no vi. Sólo en aquella plaza inmensa contenida dentro del Kremlin había tres: la Anunciación, la Asunción y la del Arcángel, a parte de varias iglesias más pequeñas con nombres demasiado largos como el de la Iglesia de la Deposición de la Túnica de la Santa Virgen (bastante más corto en ruso: Церковь Ризоположения, Tserkov' Rizopolozheniya). No recuerdo cuál era cuál porque todas eran muy parecidas: altos muros blancos y cúpulas doradas de estilo bizantino.
El número de cúpulas y la altura de las torres variaba de una iglesia a otra, pero sinceramente estaba demasiado ocupado admirando el arte
bizantino como para quedarme con todos los nombres, tanto más en cuanto que, como agnóstico consecuente, las catedrales del Kremlin me interesaban exclusivamente por su valor artístico. La torre más alta pertenecía al Campanario de Iván el Grande, del que se rumorea que está en el centro geográfico exacto de Moscú. Durante muchos años el edificio más alto de la ciudad, se construyó para compensar la falta de campanarios propios de las tres catedrales, que curiosamente comparten las campanas de esa altísima torre ajena a ellas.


Una tras otra, Dima y yo fuimos entrando en todos los santuarios en que se permitía acceder a los turistas. En la entrada de cada uno de ellos un oficial comprobaba escrupulosamente y sellaba el ticket y vigilaba que nadie hiciera fotografías dentro del templo. El interior de aquellas iglesias me recordó mucho a la primera catedral ortodoxa que había visto en mi vida, dos años antes en Belgrado. Todas tenían en común un estilo más bien sobrio y austero, si bien los iconos aquí estaban más trabajados que los que vi en la capital serbia, los colores (todos en tonos ocres y rojizos) eran algo más vivos y había más luz, lo que creaba un ambiente mucho más acogedor y espiritual que en la catedral de Belgrado, que por oscura y siniestra me dio la impresión de ser el lugar idóneo para una secta satánica. Una de las iglesias (no recuerdo exactamente cuál) era un panteón en el que descansaban los restos de principes de la antigua Rus. Las tumbas estaban delicadamente decoradas con hermosas glosas en eslavo antiguo, el idioma del Cantar de las Huestes de Igor, escritas en un alfabeto cirílico arcaico bellísimo, que en sus formas se acercaba incluso a la escritura árabe, pero en su mayoría ininteligible para mí. Intrigado, le pedí a Dima que me leyera alguna frase para ver cómo sonaba, a lo que me contestó que incluso para un ruso nativo resulta difícil leer algunas de esas letras en desuso. Al cabo de un rato intentando sacar algo en claro aquellos galimatías se me dibujó una gran sonrisa al conseguir identificar algunos de los símbolos extraños comparándolos con las plaquitas explicativas en ruso moderno, y deseé más que nunca seguir estudiando ese precioso idioma, y quizás algún día hasta sería capaz de leer las Byliny en su versión original, o de volver a Moscú y mirar aquellas glosas sin que su significado resultara un misterio para mí...

Para cuando terminamos de explorar el Kremlin la ventisca había vuelto a arreciar, por lo que decidimos que había llegado el momento de un buen café desgangrenante. Nos alejamos de la fortaleza a través de los jardines del Zar Alejandro, ahora marchitos y decaídos bajo aquella cortina de nieve. Intenté imaginar el aspecto espléndido que debía tener el jardín en plena primavera, pero el viento era cada vez más fuerte y me entumecía el cerebro y las yemas de los dedos. La cosa pintaba tan mal que nos metimos en la primera boca de metro que encontramos para llegar hasta Pushkinskaya ploshchad', donde por fin pudimos relajarnos un rato al calor de una taza de café. Pronto amainó la tormenta y el cielo pareció lo suficientemente amable como para salir y encaminarnos hacia el Arbat atravesando los boulevards Tverskoj y Nikitskiy. A pesar del frío resultó un paseo muy agradable: las copas de los árboles estaban cubiertas de escarcha y toda la calle blanca alrededor me trajo a la cabeza el Vals de los Copos de Nieve de Tchaikovsky. Bueno, al menos hasta
que uno de los grandes paneles publicitarios que flanqueaban el boulevard se cargara la magia del momento exhibiendo un cartel del grupo VIA Gra, un trío de... cantantes rusas a las que, a juzgar por su escasa "vestimenta", les gusta desafiar al frío en sus conciertos, y que algún año han intentado sin éxito representar a Rusia en Eurovisión. Como es natural, faltó tiempo para que, con un suspiro de resignación, Dima se viera en la penosa situación de sacarme una foto al lado del cartel. Sí, vale, en ocasiones tengo puntos de turista de bofetón, ya lo sé.

El Arbat es una larga calle peatonal que desde hace siglos ha sido un importante punto comercial en Moscú, y naturalmente sigue siéndolo hoy en día, a la manera actual: tropecientas tiendas de souvenirs con distintos nombres pero idéntica mercancía, una oficina de cambio cada dos pasos (al igual que en su día me sorprendió la cantidad de bancos que había en Polonia, me dejó impresionado la cantidad de oficinas de cambio que hay en la capital rusa, prácticamente una en cada calle, y todas ellas rondando la tasa 1 euro = 40 rublos, kopek arriba kopek abajo), y por supuesto la inevitable huella del capitalismo rampante contra el que Rusia había luchado con uñas y dientes hasta no muchos años atrás: sucursales de bancos internacionales, por lo menos dos Starbucks (perdón, Старбакс), y como irónico colofón, un Макдональдс al final de la calle (quien no sepa leer cirílico, que imagine una M maligna). En una de aquellas tiendas de souvenirs me enamoré de una matryoshka preciosa, delicadamente tallada, cuidada hasta el más mínimo detalle; cada muñeca tenía pintada una escena de un ballet de Tchaikovsky. Me quedé más tieso que la propia matryoshka cuando pregunté el precio: más de 32.000 rublos (unos 800 €). Y eso con el 20% de descuento ya aplicado, según me dijo la dependienta. Fue un consuelo salir a la calle y encontrar a apenas unos metros del Starbucks un puesto ambulante de libros de segunda mano, a unos 30 rublos por libro (75 céntimos), posiblemente lo más auténtico que había en el Arbat aquella tarde lluviosa. 

Pasada la M maligna, el Arbat sale al Sadovoye kol'tso, la más central de las rondas que rodean la capital de forma concéntrica. Allí ante mis ojos quedó una descomunal torre de oficinas de inconfundible estilo stalinista, con el escudo de la CCCP emblasonado en los pisos superiores, justo debajo de la aguja. Dima me dijo que era la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, y que edificios prácticamente igual que ese había siete en todo Moscú, y son conocidos como "Las Siete Hermanas". El frío y la lluvia habían vuelto con toda su crudeza pero yo tenía que sacarle alguna foto a aquél coloso soviético antes de meternos en la cafetería más cercana que encontramos al calor de otro café desgangrenante. 


Se acercaban las 7 de la tarde y había quedado con Rita en encontrarnos a esa hora en la estacion Mendeleevskaya, de modo que una vez recargadas las pilas a base de chutes de cafeína Dima y yo nos pusimos en camino. Rita me había escrito que Dasha no podría venir, pero que Sasha sí que iría, y estaba impaciente por verlas a las dos mientras me paseaba de un lado a otro del andén y los moscovitas a mi alrededor iban y venían, serios, con ganas de subir al tren y llegar a su casa a relajarse después del trabajo. Justo cuando Dima me sugería llamar a mi amiga por teléfono para ver si habían llegado ya, la ví esperando junto con Sasha al lado de una columna. Contra todo protocolo soviético de estación de metro, Rita y yo nos saludamos y abrazamos ruidosa y escandalosamente, tal y como nos habíamos conocido en Heidelberg. Por un momento me vino claramente a la cabeza esa escena de la película Stilyagi en la que los protagonistas, desafiando las estrictas normas sociales de la CCCP, corrían despreocupados y jubilosos hacia el último metro del día mientras los grises moscovitas les lanzaban miradas de reproche. Me pregunté fugazmente si Dima, tímido y frío como aparentaba ser, reprobaría mi actitud tan desenfadada, pero luego en el café al que fuimos a tomar algo con las chicas comprobé con cierto alivio que se sentía relajado y a gusto con ellas. En realidad me preocupaba ligeramente la posibilidad de que la personalidad alocada y extrovertida de Rita chocara con la timidez de Dima y el ambiente resultara incómodo para todos, y me alegré mucho de que no fuera así. Pasé un rato muy agradable recordando con las chicas aquél verano inolvidable en Heidelberg (la loca discoteca de Neuenheimer Feld, el bar de absenta, los discursos filosóficos de nuestro amigo Alex Zawodniak cuando llevaba dos copas de más...) y la breve visita de Dasha y Rita a Berlín, con el ritual de la sambuca y el breve idilio entre Rita y Nick, mi compañero de piso, que había acabado de forma abrupta cuando Nick se enamoró de una chica de Berlín. En un momento en que Dima fue al servicio, en medio de marujiles risitas tontas, no pudimos evitar comentar lo guapo y lo tímido que era. El tiempo pasó volando, como siempre durante los buenos ratos, y pronto tuvimos que recogernos para coger el metro a casa antes de que cerraran las líneas. De vuelta en la estación reparé con una sonrisa en la curiosa forma de las lámparas que iluminaban los enormes andenes; claro, estación Mendeleevskaya...



Estaba realmente agotado después de aquél largo día. No veía el momento de llegar a casa y descansar toda la noche. Aunque, pensándolo bien, en el programa de esta noche bien cabían otras opciones, si Dima estaba de acuerdo...

 

2 comments:

  1. Ich warte schon auf deinen 3. Tag!

    Ich liebe es, wie du schreibst. Bin schon gespannt! ;)

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