Thursday 31 March 2011

Из России с любовью (I): Soviet kitsch

22 de marzo. 8:24 de la mañana. Amanece en Berlín: la primavera recién estrenada anunciaba un día soleado, espléndido, ideal para irse con la bici hasta Müggelsee, Wannsee, o los bosques de Köpenick.

Sin embargo, yo y mi maleta cargada de ilusiones y expectativas (y cerrada con mucha dificultad a eso de las 5 de la madrugada), teníamos otros planes. En la estación de U-Bahn Möckernbrücke, último repaso: pasaporte con visado incluído, billete, cámara de fotos, móvil, iPod... Все в порядке. Todo en orden. Un corto trayecto en la U7 hasta Jakob-Kaiser-Platz y bus X9, lleno de ejecutivos trajeados y algún que otro backpacker, hasta el aeropuerto de Tegel. Me había asegurado de llegar con tiempo de sobra para poder comprar algún detalle para Dima y unos auriculares nuevos para asegurarme de que este viaje tuviera su imprescindible banda sonora. 

Después de facturar y pasar por los tediosos controles de seguridad me senté a esperar a que llamaran para embarcar. A 30 minutos de la salida del avión, con t.A.T.u. sonando en el iPod, los operarios abrieron la puerta de embarque. A diferencia de casi todos los vuelos que había cogido hasta ahora, en los que se podía oir una variada mezcla de idiomas en la cola, aquél día sólo se oía a la gente cuchicheando en ruso. El embarque fue rápido y al cabo de unos minutos el Boeing de AirBerlin con destino a Moscú se elevaba sobre la ciudad que despertaba miles de metros por debajo de nosotros.

Cuando viajo en avión me gusta relajarme y disfrutar del viaje; encontrar formas caprichosas en las nubes, adivinar ciudades y accidentes geográficos que se ven si el día está despejado... Pero esta ocasión tenía ganas de que el vuelo transcurriese rápido. Y como suele ocurrir cuando esperas que el tiempo avance deprisa, sucede lo contrario y los minutos se hacen eternos, así que aquél vuelo de apenas 2 horas y media pareció durar por lo menos 6. Y por fin el avión se escoró ligeramente hacia abajo y las azafatas empezaron a asegurarse de que todos apagábamos nuestros aparatos electrónicos para aterrizar. Pero yo nunca apago mi iPod durante los aterrizajes, me resulta emocionante tocar tierra con la banda sonora adecuada. Y la banda sonora adecuada para este momento era el Finale de la Suite Pirogov de Shostakovich.
Las densas nubes que cubrían el oblast de Moscú se fueron abriendo lentamente al comienzo de la música que, intrigante y misteriosa, comenzaba a construír su melodía. Con las primeras líneas melódicas entraron los vientos y se difuminó la última nube, y ante mis ojos apareció la nevada Rusia, helada todavía en el mes de marzo. Las casitas con los tejados espolvoreados de blanco, los coches que circulaban por las anchas autopistas que rodean la capital y los campos de verde oscuro con parches de nieve se acercaban cada vez más mientras la orquesta se alegraba y se aproximaba de forma inminente a su clímax. Y de pronto la pista de aterrizaje del aeropuerto de Domodedovo quedó a la vista, y al son de los últimos compases brillantes de la suite el avión tocó tierra y se detuvo ante la terminal. No era una fantasía: estaba en Rusia, a pocos kilómetros de aquella ciudad a la que deseaba ir desde hacía ya algunos años, y no cabía en mí de ganas de ver carteles en alfabeto cirílico, atravesar los suburbios de la capital rusa hasta llegar al centro y, sobre todo, de encontrarme con Dima.

Con el himno de Rusia sonando en mi iPod (en ocasiones me sorprendo y hasta me avergüenzo de mis propias incoherencias cuando se trata de himnos que consiguen emocionarme) llegué al control de pasaportes. El trámite fue más rápido de lo que me esperaba, si bien el controlador aduanero comprobó concienzudamente mi visado antes de ponerle el sello y permitirme la entrada. Ya en la terminal me dirigí al mostrador de British Airways, donde Dima me dijo que me esperaría. Mientras atravesaba el enorme aeropuerto me preguntaba en qué lugar exactamente habría estallado aquella bomba que se llevó por delante las vidas de 35 personas hacía apenas unas semanas. En la terminal había multitud de taxistas que ofrecían sus servicios a los recién llegados (en Rusia los taxis no llevan taxímetro, sino que hay que convenir el precio con el conductor antes del trayecto). Después de rechazar a 3 o 4 taxistas vi a Dima ante el mostrador de British Airways; llevaba la bandolera que compró en Berlín durante su última visita, el móvil en la mano, y estaba guapísimo con esa chaqueta de cuero. Al verme me sonrió, nos saludamos con un tímido y recatado abrazo y fuimos hasta la estación de tren del aeropuerto para tomar el Aeroexpress hasta Moscú.

El Aeroexpress me recordó vagamente a aquellos trenes polacos con los asientos empolvados y anticuados. El trayecto hasta el centro de Moscú duraba cerca de una hora, pero toda la periferia de la ciudad es inmensa  y se extiende más de 50 km de norte a sur, de modo que enseguida pude ver los enormes y característicos bloques de apartamentos típicos de las ciudades soviéticas. Las vías del tren circulaban prácticamente a nivel de la calle y no estaban separadas de ésta por una valla, y los peatones paseaban tranquilamente a escasos metros de éstas. Cuando, sorprendido, se lo comenté a Dima, él me contestó que no había peligro alguno siempre y cuando no caminaras por la propia vía, y el tono acostumbrado con que lo dijo me desconcertó todavía más. No tardamos en llegar a la estación de Paveletsky, en la que nos apeamos del tren y descendimos a coger el metro. El metro... casi podía notar mi cámara de fotos saltando de felicidad en mi bolso de mano.

La estación de Paveletsky es de las más discretas que componen la red de metro, y aún así es impresionante. Rondaban las 5 de la tarde y los andenes estaban atestados de gente que salía del trabajo ansiosa por regresar a casa. Nunca hasta entonces había visto trenes tan a rebosar, ni siquiera en Londres. Cada 2 minutos, quizá incluso menos, pasaba un tren, y sin embargo pasó un rato hasta que llegó uno en el que pudimos apretarnos una maleta, Dima y yo. Dos paradas en la línea Zamoskvoretskaya, transbordo en la Plaza de la Revolución a la línea Arbatsko-Pokrovskaya y por fin llegamos a la estación Partizanskaya, el el okrug Este, cerca del apartamento de mi amigo. Durante unos 10 minutos caminamos por calles anchas y embarradas: parte de la nieve empezaba a fundirse y la ciudad tenía un aspecto antipático, como si el invierno se hubiera cebado con ella y se resistiera a marcharse. Me invadió una sensación extraña, parecida a la que sentí en Belgrado hace 2 años, cómo si aquella gran ciudad, capital del que fuera un enorme imperio, quisiera intimidar a través de su grandeza. Y, sin embargo, había mucha fachada en esa grandeza: de cerca, aquellos enormes edificios se veían antiguos y agrietados, las calles estaban sucias y llenas de baches y los peatones tenían el semblante serio y duro que caracteriza a muchos europeos del Este, el mismo semblante que Dima mostraba en su rostro mientras caminaba a mi lado, pero que se iluminaba con una tímida sonrisa de complicidad cuando nuestras miradas se cruzaban en un instante. En una de esas miradas furtivas mientras atravesávamos el paseo Okruzhnoj me di cuenta de que Moscú también se mostraría más amable cuando la conociera un poco mejor. Bueno, tenía una semana para ello.

Giramos a la izquierda y llegamos al bloque donde vive Dima. El portal era tan soviético como el resto del edificio: los buzones estaban torcidos y destartalados, el ascensor rugía escandalosamente al subir y bajar y el papel pintado de las paredes se desprendía a trozos. Soviet kitsch total, y cómo no, me provocó una especie de placer culpable. Un placer culpable que se intensificó al entrar al apartamento de Dima, que me trasladó por un instante a la película Moscú no cree en lágrimas: alfombras anticuadas, paredes con descorchones, cortinas empolvadas y los muebles con el estampados pasados de moda. Y a pesar de todo, hogareño y extrañamente encantador. Eran las 6, la noche ya había caído como un manto sobre la ciudad, y parte de mí quería quedarse en el sofá con Dima bajo una manta, pero otra parte más fuerte quería salir a recibir las primeras impresiones de Moscú, y finalmente fue esta última la que ganó la disputa mental.



De nuevo Dima y yo tomamos el metro hasta la estación Площадь Революции (Ploshchad' Revolyutsii, Plaza de la Revolución). Al salir de la estación nos dio la bienvenida el magnífico Teatro Bolshoi, en el que algún día puedo prometer y prometo que veré El Cascanueces o El Lago de los Cisnes (no pudo ser en esta ocasión, viajaba en plan presupuestario-estudiantil y el Bolshoi no es precisamente barato).

Mientras atravesábamos la Plaza de la Revolución le pregunté a Dima si estábamos muy lejos de la Plaza Roja. Con una de sus sonrisas tímidas, me señaló el enorme edificio rojo que teníamos a nuestra izquierda y me dijo que la Plaza Roja se encontraba justo detrás, y que allí nos dirigíamos. Aquello me pilló completamente desprevenido, de algún modo me había imaginado llegar al corazón de Moscú como una suerte de "premio" tras un largo paseo por las frías calles moscovitas, pero lo cierto es que estaba ahí, a apenas unos metros de distancia. El corazón me latió con fuerza cuando giramos a la izquierda y quedamos de frente a una gran puerta roja de dos arcadas: las Puertas del Domingo (Воскресенье Ворота, Voskresenye Vorota).


Y allí al fondo, a través de la arcada de la derecha, estaba ese gran "premio" a años de espera para llegar a Moscú y verlo en vivo; a través de las Puertas del Domingo, ante nosotros se extendía la Plaza Roja (Красная Площадь, Krasnaya Ploshchad'), enorme y magistral. A nuestra izquierda, el ГУМ (GUM), la galería comercial más grande y lujosa de Rusia brillaba, como si fuera Navidad, engalanada con multitud de luces.



A la derecha, de un rojo vivo, las murallas del Kremlin, con aquella gigantesca torre de vigía, y el mausoleo del gran Lenin, cuidadosamente vallado y con las letras Л Е Н И Н en marmol oscuro.



Y allá, al final de la plaza, como si de una colosal tarta de fresa se tratara, se alzaba majestuosa la Catedral de San Basilio, brillando espléndida en la noche moscovita con sus cúpulas de colores caprichosos. Y de pronto, al estar allí frente a la catedral ortodoxa más icónica de Rusia y del mundo, con aquel chico rubio de ojos azules a mi lado, todo cayó sobre mí como una lluvia de júbilo: estaba en Moscú, en la mismísima Plaza Roja, y un sueño más se hacía realidad.


Me hubiera pasado horas paseando de un lado a otro de la Plaza y tratando de admirar la Catedral, el Mausoleo y cada rincón desde cualquier ángulo posible, pero realmente el clima no acompañaba mucho y había empezado a nevar ligeramente, de modo que decidimos que era el momento de ir a cenar a algún sitio cálido. Los mercaderes de la Plaza de la Revolución habían empezado a recoger sus puestos ambulantes con matryoshkas y otros recuerdos soviet kitsch, seguramente más por lo tarde que era que por el frío, me dio por pensar. Tras una última mirada a la Plaza Roja y un corto y gélido paseo llegamos a Тverskaya ulitsa (Тверская улица), la calle más ajetreada y animada de Moscú. Dima me había conseguido un viejo teléfono prestado de un amigo suyo que no lo necesitaba y me aconsejó comprar una tarjeta SIM, ya que las tarifas en Rusia son baratísimas. Bueno, eso de viejo es un decir, porque era un señor smartphone que ya lo querría yo para mí... Compré una tarjeta con un saldo de 300 rublos (unos 15 euros) con una tarifa de rublo y medio (2,5 céntimos) por minuto o mensaje. ¡Tirado! +7 (8) 903 734 12 45. Yo con número de teléfono ruso... Qué ilusión más tonta, pero ¡qué ilusión!

Entramos a cenar a un restaurante de comida rápida rusa llamado Teremok, cuya especialidad son los bliny, una especie de crêpes que se comen dulces o saladas. Un blin de cerezas ácidas con un vaso de kvas (especie de cerveza rusa sin alcohol) fue el toque final una prometedora bienvenida a Moscú. O casi final, ya que la guinda del pastel llegaría un rato más tarde, de vuelta al apartamento, lejos de miradas acusadoras o inquisitivas, al abrigo de una manta, sin necesidad de mostrar al mundo un semblante serio y sometido por una sociedad difícil...

Добрый вечер, Москва. Спокойной ночи, мой милый друг.




1 comment:

  1. "O casi final, ya que la guinda del pastel llegaría un rato más tarde, de vuelta al apartamento, lejos de miradas acusadoras o inquisitivas, al abrigo de una manta, sin necesidad de mostrar al mundo un semblante serio y sometido por una sociedad difícil..."

    Todavía tengo un nudo en el estómago.

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