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bizantino como para quedarme con todos los nombres, tanto más en cuanto que, como agnóstico consecuente, las catedrales del Kremlin me interesaban exclusivamente por su valor artístico. La torre más alta pertenecía al Campanario de Iván el Grande, del que se rumorea que está en el centro geográfico exacto de Moscú. Durante muchos años el edificio más alto de la ciudad, se construyó para compensar la falta de campanarios propios de las tres catedrales, que curiosamente comparten las campanas de esa altísima torre ajena a ellas.
Una tras otra, Dima y yo fuimos entrando en todos los santuarios en que se permitía acceder a los turistas. En la entrada de cada uno de ellos un oficial comprobaba escrupulosamente y sellaba el ticket y vigilaba que nadie hiciera fotografías dentro del templo. El interior de aquellas iglesias me recordó mucho a la primera catedral ortodoxa que había visto en mi vida, dos años antes en Belgrado. Todas tenían en común un estilo más bien sobrio y austero, si bien los iconos aquí estaban más trabajados que los que vi en la capital serbia, los colores (todos en tonos ocres y rojizos) eran algo más vivos y había más luz, lo que creaba un ambiente mucho más acogedor y espiritual que en la catedral de Belgrado, que por oscura y siniestra me dio la impresión de ser el lugar idóneo para una secta satánica. Una de las iglesias (no recuerdo exactamente cuál) era un panteón en el que descansaban los restos de principes de la antigua Rus. Las tumbas estaban delicadamente decoradas con hermosas glosas en eslavo antiguo, el idioma del Cantar de las Huestes de Igor, escritas en un alfabeto cirílico arcaico bellísimo, que en sus formas se acercaba incluso a la escritura árabe, pero en su mayoría ininteligible para mí. Intrigado, le pedí a Dima que me leyera alguna frase para ver cómo sonaba, a lo que me contestó que incluso para un ruso nativo resulta difícil leer algunas de esas letras en desuso. Al cabo de un rato intentando sacar algo en claro aquellos galimatías se me dibujó una gran sonrisa al conseguir identificar algunos de los símbolos extraños comparándolos con las plaquitas explicativas en ruso moderno, y deseé más que nunca seguir estudiando ese precioso idioma, y quizás algún día hasta sería capaz de leer las Byliny en su versión original, o de volver a Moscú y mirar aquellas glosas sin que su significado resultara un misterio para mí...
El Arbat es una larga calle peatonal que desde hace siglos ha sido un importante punto comercial en Moscú, y naturalmente sigue siéndolo hoy en día, a la manera actual: tropecientas tiendas de souvenirs con distintos nombres pero idéntica mercancía, una oficina de cambio cada dos pasos (al igual que en su día me sorprendió la cantidad de bancos que había en Polonia, me dejó impresionado la cantidad de oficinas de cambio que hay en la capital rusa, prácticamente una en cada calle, y todas ellas rondando la tasa 1 euro = 40 rublos, kopek arriba kopek abajo), y por supuesto la inevitable huella del capitalismo rampante contra el que Rusia había luchado con uñas y dientes hasta no muchos años atrás: sucursales de bancos internacionales, por lo menos dos Starbucks (perdón, Старбакс), y como irónico colofón, un Макдональдс al final de la calle (quien no sepa leer cirílico, que imagine una M maligna). En una de aquellas tiendas de souvenirs me enamoré de una matryoshka preciosa, delicadamente tallada, cuidada hasta el más mínimo detalle; cada muñeca tenía pintada una escena de un ballet de Tchaikovsky. Me quedé más tieso que la propia matryoshka cuando pregunté el precio: más de 32.000 rublos (unos 800 €). Y eso con el 20% de descuento ya aplicado, según me dijo la dependienta. Fue un consuelo salir a la calle y encontrar a apenas unos metros del Starbucks un puesto ambulante de libros de segunda mano, a unos 30 rublos por libro (75 céntimos), posiblemente lo más auténtico que había en el Arbat aquella tarde lluviosa.
Pasada la M maligna, el Arbat sale al Sadovoye kol'tso, la más central de las rondas que rodean la capital de forma concéntrica. Allí ante mis ojos quedó una descomunal torre de oficinas de inconfundible estilo stalinista, con el escudo de la CCCP emblasonado en los pisos superiores, justo debajo de la aguja. Dima me dijo que era la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, y que edificios prácticamente igual que ese había siete en todo Moscú, y son conocidos como "Las Siete Hermanas". El frío y la lluvia habían vuelto con toda su crudeza pero yo tenía que sacarle alguna foto a aquél coloso soviético antes de meternos en la cafetería más cercana que encontramos al calor de otro café desgangrenante.
Se acercaban las 7 de la tarde y había quedado con Rita en encontrarnos a esa hora en la estacion Mendeleevskaya, de modo que una vez recargadas las pilas a base de chutes de cafeína Dima y yo nos pusimos en camino. Rita me había escrito que Dasha no podría venir, pero que Sasha sí que iría, y estaba impaciente por verlas a las dos mientras me paseaba de un lado a otro del andén y los moscovitas a mi alrededor iban y venían, serios, con ganas de subir al tren y llegar a su casa a relajarse después del trabajo. Justo cuando Dima me sugería llamar a mi amiga por teléfono para ver si habían llegado ya, la ví esperando junto con Sasha al lado de una columna. Contra todo protocolo soviético de estación de metro, Rita y yo nos saludamos y abrazamos ruidosa y escandalosamente, tal y como nos habíamos conocido en Heidelberg. Por un momento me vino claramente a la cabeza esa escena de la película Stilyagi en la que los protagonistas, desafiando las estrictas normas sociales de la CCCP, corrían despreocupados y jubilosos hacia el último metro del día mientras los grises moscovitas les lanzaban miradas de reproche. Me pregunté fugazmente si Dima, tímido y frío como aparentaba ser, reprobaría mi actitud tan desenfadada, pero luego en el café al que fuimos a tomar algo con las chicas comprobé con cierto alivio que se sentía relajado y a gusto con ellas. En realidad me preocupaba ligeramente la posibilidad de que la personalidad alocada y extrovertida de Rita chocara con la timidez de Dima y el ambiente resultara incómodo para todos, y me alegré mucho de que no fuera así. Pasé un rato muy agradable recordando con las chicas aquél verano inolvidable en Heidelberg (la loca discoteca de Neuenheimer Feld, el bar de absenta, los discursos filosóficos de nuestro amigo Alex Zawodniak cuando llevaba dos copas de más...) y la breve visita de Dasha y Rita a Berlín, con el ritual de la sambuca y el breve idilio entre Rita y Nick, mi compañero de piso, que había acabado de forma abrupta cuando Nick se enamoró de una chica de Berlín. En un momento en que Dima fue al servicio, en medio de marujiles risitas tontas, no pudimos evitar comentar lo guapo y lo tímido que era. El tiempo pasó volando, como siempre durante los buenos ratos, y pronto tuvimos que recogernos para coger el metro a casa antes de que cerraran las líneas. De vuelta en la estación reparé con una sonrisa en la curiosa forma de las lámparas que iluminaban los enormes andenes; claro, estación Mendeleevskaya...
Estaba realmente agotado después de aquél largo día. No veía el momento de llegar a casa y descansar toda la noche. Aunque, pensándolo bien, en el programa de esta noche bien cabían otras opciones, si Dima estaba de acuerdo...